Conocí al Rey en la estación de Atocha cuando yo tenía 5 años. Viajaba a Lisboa en compañía de su hermano Don Alfonso y de su preceptor, mi inolvidable don José Garrido. Me pareció extraño el desarrollo de las escenas. Unos señores hechos y derechos y unas señoras que me parecían de otra era se desnucaban y se encogían hasta el suelo, respectivamente, para saludar a dos jóvenes que se disponían a subir al «Lusitania Expres» de «Wagons Lits Cook», cuyos vagones eran casi todos portugueses. «Companhia das Carruagens Camas e dos Grandes Expresos Europeos». Me pareció más serio y tímido el Príncipe -Don Juan Carlos-, y más abierto y comunicador Don Alfonsito, que me tiró de una oreja - yo era unas orejas pegadas a un lápiz-, mientras me decía «encantado de conocerte, tocayo». Para mí eran los hijos del Rey, de los Reyes, que estaban desterrados en Portugal. Aquello no era una entusiasta afirmación monárquica. Era la realidad. Y el número de personas que acudieron a despedirlos no alcanzaba la veintena.
Cuando aceptó la sucesión de Franco a la Jefatura del Estado me cayó fatal. Ignoraba que en sus adentros, prudentes, dolorosos y callados, tenía otros planes. Había conocido, junto a mis nueve hermanos, al Rey en Hoseghor, en el sur de Francia, y aquel gigante con los brazos tatuados y la sonrisa abierta me había impresionado. Años más tarde, cuando tuve la oportunidad de tratarlo familiarmente, me pareció aún más grande todavía. Formé parte de una comisión que organizaba visitas a Estoril para conocer a Don Juan, calumniado y vituperado en España y sin posibilidad de defensa. Los viajes «por la causa» no salieron del todo bien. Y al término del último de ellos, Don Juan hizo un corrillo con los organizadores -Miguel Satrústegui, Alfonso Martínez de Irujo, mi hermano Javier y el arriba firmante-, y nos pidió que dejáramos de organizar viajes monárquicos. «Dedicaos a estudiar, que un viaje más como éste y os cargáis todas las expectativas». Se nos colaron en el autobús -500 pesetas y dos noches de hotel en Lisboa-, un fundamentalista iraní, un nigeriano y una prostituta argentina que quería conocer Portugal por módico precio. En verdad, conocí mejor al Rey cuando ya lo era. Durante unos años tuve el privilegio y la suerte de hablar con él pausadamente y con frecuencia. Jamás tomé una nota ni me preocupé de recordar lo que me había dicho, o contado, o insinuado. Me acuerdo de muchas cosas, pero para recuperarlas tengo que acudir al rincón de las prudencias, y a mi edad, recorrer ese trayecto me da pereza. Lo que sí puedo afirmar es que la opinión que tenía de años atrás cambió radicalmente. Conocí a un gran Rey, todavía tímido, pero seguro de lo que decía y fuerte en sus análisis del futuro. Ni su más enconado enemigo puede regatearle al Rey su fundamental protagonismo en la Transición y en las libertades que hoy disfrutan los españoles. Su figura garantiza la libertad de aquellos que más lo insultan, vejan y humillan. Se le han criticado esquinas singularmente ridículas. Después de 38 años de reinado, algunos quieren nublar sus grandes logros con la muerte de un elefante y la presunta deslealtad y poca ejemplaridad de un yerno excesivamente arrebatado por su condición. El Rey y la Corona son imprescindibles, más que nunca, para que España se mantenga unida, porque la fortaleza de la Historia no se quiebra con mentiras ni patrañas. Su presencia internacional ha sido, y lo sigue siendo, el certificado de garantía de España. Y ha cometido errores, a montones, pero han sido mucho más contundentes sus aciertos. El reinado de Juan Carlos I pasará a la memoria como uno de los más fecundos y valientes de nuestra Historia. Los nacionalismos -nuestro cáncer común-, y el terrorismo han sido, como para tantos millones de españoles, sus pesadillas. Y el Rey, como el resto de los ciudadanos de España, ha sido víctima de sus deslealtades y sus zarpazos.
Veo al Rey recuperado y con esperanza. Mal de remos pero bien de cabeza. Calla y disimula las amarguras, que le sobran. Algunos optan por adelantar el ciclo de su razón de ser y pedir que abdique en su hijo, el Príncipe de Asturias. Los reyes de verdad no abdican, y menos aún en tiempos difíciles. Su padre murió siendo un Rey de derecho, cumplidor de todos los deberes y al que le negaron todos los privilegios. Los reyes no se van. Se mueren para dejar de serlo. Y al Rey le deseo que no deje de serlo en muchos años, porque su experiencia, su vida y su figura son fundamentales para que los ciudadanos de España mantengamos la elemental y sencilla realidad de seguir siendo españoles.
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