En «El beso más pequeño», la última novela de Mathias Malzieu, su devastado protagonista dice tener un agujero de obús en lugar de corazón. Ese sentimiento de violento vacío, como si una bomba hubiese volatilizado tu motor biológico hasta reducirlo a un yermo cráter, es el que ahora ha anidado en el pecho de Rodrigo García, ese hombre infinitamente discreto que había supeditado su nombre al de su brillante y ejemplar esposa, María de Villota. Ella, cuya vida ha girado durante los 32 primeros años alrededor de los automóviles de competición, tuvo anteriormente otras relaciones con personas también ligadas de alguna forma al mundo del automovilismo. Algún antiguo piloto de monoplazas, como ella, que podría haber llegado a la F-1 con un poco de ayuda económica. Pero Rodrigo era diferente. Su historia de amor era distinta. María acudió un día a un centro de preparación física para mejorar su forma debido a las exigencias que impone pilotar un Fórmula Uno. Allí, en Oxígeno Training –empresa de la que él es socio–, se conocieron, conectaron de inmediato y Rodrigo pronto pasaría de ser su entrenador a su novio. Sin embargo, desde el primer momento el preparador quiso permanecer a una prudente distancia de la trepidante carrera deportiva de su pareja. Lejos de los focos y las apariciones en la prensa. En un discreto segundo plano. Él también era un deportista, pero con un perfil muy diferente.
«Si me dejas, lo entenderé»
Y en esta etapa de sus vidas llegó el accidente. La fatídica prueba con el Marussia que, por una serie de circunstancias desgraciadas y en cadena, terminó de la peor manera posible. Durante todo el proceso de las múltiples operaciones que sufrió María para recomponer su cuerpo, Rodrigo no se separó de ella. Un día la piloto –cuyo coraje es ya de sobra conocido– se plantó ante él y le hizo la pregunta más angustiosa de su vida: «Rodrigo, estoy desfigurada. ¿Quieres seguir conmigo? Si me dejas, lo comprenderé perfectamente». Y en esos inquietantes segundos de incertidumbre que parecen eternizarse, María de Villota se encontró con una respuesta firme, clara y contundente: su novio le dijo que seguiría a su lado siempre. Y ella, colmada de felicidad, le aseguró: «Si me quieres así como estoy, entonces juntos podremos con todo». Y así fue. A los pocos meses, Rodrigo le dijo que quería casarse con ella y celebraron en Santander el día más feliz en sus vidas. Estaban llenos de planes. El más deseado, y que se planteaban de manera inmediata, era el de ser padres. Sin embargo, un derrame cerebral provocado por las secuelas del accidente cortó de raíz su futuro. La ex piloto falleció mientras dormía, sin sufrir, sin darse cuenta. En las últimas semanas se quejaba de un dolor de cabeza casi permanente, que terminó de la forma más trágica.
Rodrigo recibió la noticia cuando pasaban pocos minutos de las siete y media de la mañana del viernes 11 de octubre. Una llamada inesperada le despertó cruelmente de su sueño. La información que le dieron fue dura, devastadora, concisa. A más de quinientos kilómetros de su casa, su recién estrenada esposa yacía sin vida sobre la cama de un hotel de Sevilla, ciudad a la que había viajado para presentar su libro, «La vida es un regalo». No había signos de violencia ni fármacos alrededor. Sólo le pudieron dar estas pistas. Importantes, porque alejaban cualquier sospecha de muerte violenta. Rodrigo reaccionó con rapidez. La comunicación con sus suegros fue inmediata. Ya lo sabían. Emilio e Isabel, los padres de María, son un matrimonio ejemplar con firmes convicciones religiosas, que saben afrontar los reveses de la vida de frente. Ya lo hicieron ante el terrible accidente de su hija y están demostrando su enorme temple en los últimos días. Toda la familia, incluidos los hermanos de María, emprendieron un rápido viaje a la capital andaluza para velar el cuerpo de la única de la saga que logró seguir los pasos de su padre hasta la máxima especialidad del automovilismo deportivo. A sus 33 años, María había llegado a la meta, pero con una prórroga de un año y tres meses sobre lo que, a la vista del accidente sufrido, habría sido su lógico final. Y esos fueron los quince meses más intensos de su existencia.
En esta segunda oportunidad que le dio la vida había conseguido una popularidad enorme en un plazo de tiempo muy corto. Todo lo que hacía era noticia en los medios informativos. Desde una jornada de compras hasta cuando daba conferencias sobre su experiencia de vida y su capacidad de superación. Los contratos se multiplicaban y su imagen era utilizada por marcas de prestigio en varios campos. Tampoco descuidaba la ayuda a los demás, ya que también promocionaba desinteresadamente algunas fundaciones destinadas a mejorar e investigar sobre enfermedades infantiles. «Son los más inocentes y me vuelco en su ayuda», comentó hace poco más de dos semanas en la presentación de la remodelación del circuito del Jarama. Nadie esperaba el precipitado final. Pero Rodrigo, junto con la familia de María, tuvieron que reaccionar. Decidieron incinerar el cuerpo de la piloto en Sevilla y evitar así los farragosos trámites del traslado del cadáver. El posterior funeral, celebrado el martes en la madrileña iglesia de los Dominicos del barrio de Sanchinarro, contó con una asistencia masiva. Muchos cientos de amigos de María quisieron rezar una última oración en su memoria y estrechar la mano de sus más próximos. Emilio, el padre, dio la cara como representante de la familia. Rodrigo, sin embargo, se quedó unos pasos por detrás, en el papel discreto que siempre ha mantenido durante su unión con la ex piloto. Las cenizas de María descansarán para siempre posiblemente en Santander, cuyos paisajes guardan el origen de su apellido y de su familia. Una tierra que la pareja amaba profundamente y a la que se escapaba siempre que tenían un rato libre. Allí precisamente celebraron su boda hace ahora tres meses. Frente a la bahía y la península de la Magdalena. Ahora, ese horizonte parece totalmente distinto. Y Rodrigo, que desde el primer momento supo conectar como un miembro más de los Villota, se ha abrigado en los brazos de su familia política, quienes le quieren como a un hijo. Los padres y hermanos de su esposa han sido su mayor ayuda desde el fallecimiento y no se ha separado de ellos, aunque siempre se mantenga en un segundo plazo. La discrección es su constante. Viudo a los tres meses de su boda, la huella de una mujer con la personalidad y el empuje de la ex-piloto de F-1 será ya imposible de borrar en su vida.
La otra (y desconocida) boda de la piloto
Fue un extraño episodio de su vida, una decisión quizá precipitada por esa alocada juventud a la que no tardan en salirle reproches. Quizá por ello la ex piloto ni siquiera quiso reflejarlo en «La vida es un regalo», el libro cuya presentación acabó siendo póstuma tras su trágico y repentino fallecimiento en un hotel sevillano a consecuencia de las secuelas que le había dejado el gravísimo accidente que sufrió a los mandos del Marussia. María de Villota sostenía, después de aquello, que la vida le había dado una segunda oportunidad y aquel capítulo de su biografía, con la perspectiva del tiempo, parecía casi insignificante. Y es que antes de que la ex piloto le diese el «sí, quiero» a Rodrigo García, pasó por el altar con otro hombre, cuando tenía 26 años. De hecho, al no conseguir la nulidad eclesiástica de aquel primer enlace, su boda con Rodrigo se celebró en el Palacio de la Magdalena en una ceremonia civil oficiada por el propio alcalde de la ciudad. Su fugaz y primer matrimonio no tenía nada que ver con éste. De hecho, casi nadie en el ámbito del motor recuerda hoy el nombre de aquel hombre que consiguió llevar a María al altar en 2006. Ajeno al mundo del automovilismo, el idilio con su primer esposo se terminó apenas un año más tarde, con el consiguiente disgusto familiar, ya que los Villota son personas con fuertes convicciones religiosas. Aquella primera boda fue muy diferente a la actual, aunque también se celebró en un ambiente íntimo y familiar. Sin embargo, parece que la pareja no terminó de adaptarse a su nueva condición de casados y la relación no llegó a buen término. Quizá por eso María restaba importancia a aquel episodio de su vida y siguió adelante centrada en sus sueños profesioanles, que un día le llevaron a conocer a Rodrigo, quien entonces sólo era un preparador físico y que, sin embargo, llegaría a ser el hombre de su vida. Como aquella frase de «Rayuela»: «Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos», la chispa entre ambos surgió desde el primer instante. El grave accidente de María –su dura recuperación, la incertidumbre y su consiguiente temor a mirarse en los espejos –sólo fue un pequeño catalizador de sentimientos: les reubicó en el mundo sabiendo lo que el uno era para el otro, descubriendo en cuestión de segundos lo que, por desgracia, al común de los mortales les lleva toda la existencia. Quienes la conocieron saben que de María era fácil enamorarse: demostró que su genuino carácter de gladiadora no era incompatible con esa sonrisa que siempre bailaba en sus labios. Su viudo, que atraviesa uno de los momentos más difíciles de su vida, lo sabe: conocerla fue el mayor regalo.