En 2011 se cumplen 20 años del atentado terrorista en el que Irene Villa perdió las piernas tras el estallido de una bomba colocada en los bajos del vehículo de su madre. El crimen está a punto de prescribir sin que se hayan encontrado pruebas contra José Javier Arizkuren, Kantauri, y Soledad Iparraguirre, Anboto, los principales sospechosos. Sin embargo, las consecuencias de aquel 17 de octubre no tienen fecha de caducidad para quienes vivieron la historia de cerca.
AURORA MUÑOZ, Madrid.
La noche antes de que aquel Seat rojo 127 volara por los aires, Inmaculada Cerro estaba asomada a la ventana de su domicilio esperando la llegada de su marido, que no había vuelto aún de trabajar. “El señor Paco se ha debido de volver loco hoy –dijo su esposo al cruzar el umbral, refiriéndose al portero del número 74 de la calle Camarena, que tenía fama de meticuloso-. La acera está hecha un desastre, todos los cubos de basura están por ahí revueltos y he tenido que dejar el coche fuera del garaje, al lado del de María Jesús”. Esa imagen, apenas fuera de lo común, ha permanecido cristalizada en la memoria del matrimonio durante los últimos 19 años ya que, a la mañana siguiente, una bomba lapa adosada a los bajos del coche de su vecina María Jesús González, estalló a 400 metros de su casa.
“Sé que ha pasado mucho tiempo, pero no puedo dejar de pensar en que, mientras estaba distraída, mirando por la ventana, los terroristas tenían que estar abajo, colocando el artefacto”, se lamenta Cerro, la tutora de Irene Villa aquel año, que evita posar la mirada en nada mientras recuerda las horas previas al atentado.
A las 7.55, Virginia, María Jesús e Irene desayunaban en el salón de su casa, cuando de repente oyeron un gran estruendo y sintieron como vibraban los cristales. Acababa de saltar por los aires el Peugeot 309 del teniente Carballar, que vivía a 500 metros, en el número 112 de la calle Duquesa de Parcent. “No sé si fue una premonición –cuenta la propia Irene Villa, que entonces tenía doce años-, pero me asusté tanto al enterarme de la noticia, que le pregunté a mi madre si no nos habrían puesto una bomba también a nosotras y ella me contestó que no éramos tan importantes como para eso”.
Lamentablemente, se equivocaba. La dirección de ETA decidió incrementar su actividad terrorista los dos años previos a 1992, ya que consideraba que la proliferación de atentados antes de las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla obligaría al Gobierno español a negociar. Al menos eso es lo que se recogía en los últimos documentos que se habían intervenido a la banda, donde ETA recomendaba a sus militantes que convirtiesen a Madrid en su principal objetivo, porque los efectos publicitarios son mucho mayores y el “daño” se multiplica, según afirman Rogelio Alonso, Florencio Domínguez y Marcos García Rey en Vidas Rotas.
Aquel día, los terroristas sembraron el pánico en el distrito de La Latina –la zona más castigada de la capital, donde ETA ha perpetrado casi una decena de atentados- y a las 8. 53, se detonó la segunda bomba cuando María Jesús González frenó en un semáforo. Iba camino del colegio Bienaventurada Virgen María, donde solía dejar a su hija menor, antes de dirigirse a su trabajo en la oficina del DNI de Los Cármenes.
“Mi madre era una simple funcionaria, pero aparcaba el seat dentro de la comisaría, junto a los coches patrulla, y quizás por eso la eligieron como objetivo”, comenta Irene Villa, que perdió las dos piernas en el atentado y tres dedos de la mano izquierda, mientras que su madre sufrió la amputación de la pierna y la mano derecha. Por suerte, Virginia –la mayor de las dos hermanas- ya iba al instituto y no las acompañó en el coche porque entraba a clase hasta una hora después.
Dos kilos de explosivos las hicieron salir despedidas, pero la muerte de Carballar les salvó. “Los dos atentados fueron tan seguidos, que las ambulancias seguían allí y también las cámaras de televisión –cuenta una vecina de la calle Camarena que se acercó al lugar de los hechos, cuando vio el tráfico cortado a la altura del colegio San Juan García-. Todo el mundo estaba nervioso porque escuchamos decir a los periodistas que había una niña tendida en un charco de sangre con una falda verde, como la del uniforme de las Irlandesas, y temimos por nuestras hijas”.
En el colegio, no tardaron en enterarse. “Me tocaba clase con su curso a primera hora y al pasar lista me di cuenta de que Irene todavía no había llegado –cuenta José Luís Graña, el entrenador de su equipo de baloncesto y uno de los profesores a los que más unida ha estado-. Me pareció extraño, porque aquel día tenía su primer partido y estaba muy ilusionada pero, ¿cómo nos íbamos a imaginar aquello?”. La madre superiora, Victoria Lassaletta, fue quién se lo comunicó a Graña y a sus alumnos, que bajaron llorando al patio, donde les esperaba una nube de reporteros. “La prensa quería fotos de Irene a cualquier precio y no dejaron de acosarnos hasta que, pasados unos días, la junta decidió dar su aprobación para que pudiesen tomar algunas imágenes del patio y de su clase”, cuenta Carlos de Gregorio, el director del centro.
Mientras tanto, el doctor Victoriano Rubio sudaba en el quirófano del hospital Gómez Ulla para mantener a la niña con vida, a pesar de que su padre había pedido que no hiciesen nada por ella. “La primera vez que la vi, estaba casi muerta. Ya le habían amputado las dos extremidades inferiores y varios dedos, tenía metralla por todas partes y daños internos muy graves –explica el antiguo titular de Cirugía Plástica- . Conseguimos que saliera a delante gracias a la tremenda fortaleza que tenía. De hecho, recuerdo que lo aceptó de tal manera que nunca preguntó nada”.
Irene Villa despertó del coma inducido a los tres días, pero no supo hasta una semana después que había perdido las piernas. “Nadie me lo dijo y tampoco lo sospeché, porque sentía como me ardían las piernas- comenta la protagonista, que nunca ha dejado de experimentar esta sensación denominada síndrome del miembro fantasma-. Lo que tenía claro, es que algo malo tenía que ser, porque estaba rodeada de tubos y nunca había visto a mi padre con esa cara. Así que, cuando pude, me destapé y pedí que abriesen las cortinas para comprobar lo que había pasado”. Su progenitor, Luis Alfonso Villa recuerda con angustia aquel día: “No sabía cómo contárselo, ¡era sólo una niña! Sólo soy un trabajador y me conformaba con que mi hija fuese una peluquera de barrio, pero con sus piernas, como las demás”.
Pero aquella niña estaba destinada a ser excepcional y así lo supo ver el poeta gaditano Rafael Albertí, que le regaló el dibujo con la siguiente dedicatoria: “A Irene, que llegará a volar como esta paloma”.
Su despegue comenzó en aquel hospital, donde se superaba cada día. “Iba a verla para darle clases, porque su madre nos contó que no quería perder el curso –rememora Inmaculada Cerro-, pero había días que se te partía el alma al ver que era un puro grito por los dolores que le producían las curas”. La que fue su tutora no olvida tampoco a su hermana Virginia: “Mientras que Irene y su madre estuvieron en el hospital, veía a la mayor sentada sola y trataba de convencerla para que se viniera a casa, pero no había manera. Tenía una tristeza en los ojos que dolía casi tanto como el atentado, porque al fin y al cabo, ella también fue una víctima”.
Sin embargo, en casa de las González Villa no hay nadie que se identifique con esa etiqueta, quizás gracias al espíritu de superación que María Jesús les ha inculcado a sus dos hijas. Su ex marido lo tiene claro: “La verdadera responsable de que mi hija saliera adelante, es mi ex mujer, que salió del hospital en 47 días para estar al lado de Irene”. Pero ella no piensa que sea para tanto: “Cualquier madre sacaría fuerzas de flaqueza para transmitirle fortaleza a sus hijas. Lo tuve claro desde el primer momento, sólo teníamos dos opciones: lamentarnos toda la vida o perdonar y salir adelante”.
Sin embargo, en casa de las González Villa no hay nadie que se identifique con esa etiqueta, quizás gracias al espíritu de superación que María Jesús les ha inculcado a sus dos hijas. Su ex marido lo tiene claro: “La verdadera responsable de que mi hija saliera adelante, es mi ex mujer, que salió del hospital en 47 días para estar al lado de Irene”. Pero ella no piensa que sea para tanto: “Cualquier madre sacaría fuerzas de flaqueza para transmitirle fortaleza a sus hijas. Lo tuve claro desde el primer momento, sólo teníamos dos opciones: lamentarnos toda la vida o perdonar y salir adelante”.
Irene Villa ha superado todas las dificultades y celebra cada año aquel renacer. Hoy tiene tres carreras, ha ganado ocho medallas con su equipo de esquí alpino adaptado y planea casarse con Pablo, su novio. Su secreto es sencillo: “Si lo asumes con naturalidad, el resto también lo hace”, y lo único que le entristece, es que su caso prescribe en 2001 y la Justicia aún no ha encontrado pruebas para condenar a los responsables del atentado. “Sé que están en la cárcel, pero no por lo que nos hicieron a nosotras. Un fiscal de la Audiencia Nacional me dijo que esa era su gran espina: saben quiénes son, pero nadie les vio colocar las bombas aquella noche”.
Sólo su madre conoce la otra preocupación de su hija, la que no salé en el papel cuché: “Hace 15 días que la operaron porque tuvo una infección después de que le pusieran las prótesis de titanio y ahora está tomando unos antibióticos fortísimos para evitar que las bacterias lleguen al hueso”. Pero Irene no quiere penas. Ella es una guerrera y sin duda, ganará también esta batalla.
Sólo su madre conoce la otra preocupación de su hija, la que no salé en el papel cuché: “Hace 15 días que la operaron porque tuvo una infección después de que le pusieran las prótesis de titanio y ahora está tomando unos antibióticos fortísimos para evitar que las bacterias lleguen al hueso”. Pero Irene no quiere penas. Ella es una guerrera y sin duda, ganará también esta batalla.
Fotografías: www.irenevilla.org
Texto de Aurora Muñoz para la asignatura de Color del máster de periodismo UAM- El País