El atentado contra la niña Irene, que perdió las dos piernas y tres dedos de una mano, es un hito en la memoria de todos los españoles
Supongo que saben quién es Irene Villa. Es aquella niña que fue mutilada a los 13 años junto con su madre, de 40, por una bomba lapa de ETA adosada a los bajos de su coche, una manera de asesinar especialmente cobarde y miserable. Sucedió el 17 de octubre de 1991 y fue una mañana de terror; en apenas tres horas, tres bombas lapas estallaron en tres barrios populares de Madrid. La primera mató a Francisco Carballar, un teniente de 47 años; la segunda reventó a Irene y María Jesús, la madre; la tercera causó graves amputaciones a un comandante de 38 años y a su hermana.
Pienso ahora en todo eso, reviso la hemeroteca para escribir este artículo, y me vuelve a estremecer la brutalidad de aquel tiempo de plomo. Las imágenes de Irene y María Jesús, instantes después de la explosión, todavía en el suelo, cubiertas de sangre y con el cuerpo destrozado, es un recuerdo espantoso e imborrable que sin embargo había conseguido borrar, o más bien arrumbar en un rinconcito del cerebro; pero que ahora, al escarbar un poco, ha vuelto a salir con toda su furia y su horror. Creo que el atentado contra la niña Irene, que perdió las dos piernas y tres dedos de una mano, es un hito en la memoria de todos los españoles que tuvimos edad para vivirlo. Un ejemplo del dolor sin sentido, de los infiernos que a menudo nos construimos los humanos. Para mí, además, aquella mañana tuvo una especial proximidad emocional, porque la tercera bomba, la que mutiló al comandante Rafael Villalobos, estalló delante del número 16 de la calle de Pablo Casals, y yo había vivido hasta hacía muy poco, y durante 11 años, en el portal 12 de esa calle. Sin duda tenía que haberme cruzado en algún momento con el comandante. Fue mi vecino.
El mundo se mueve así, reuniendo el coraje suficiente para levantarse y ponerse las prótesis, reales o metafóricas
Cuento todo esto para explicar que, probablemente como muchos otros españoles de mi edad, he seguido con interés y admiración la trayectoria de Irene. Desde sus primeras apariciones públicas tras el atentado, siempre tan guapa y tan valiente, hasta sus estudios (periodismo y psicología), sus primeros trabajos, sus libros, sus triunfos deportivos como paralímpica, su boda, su hijo. Creo que ahora está embarazada del segundo. Vista desde fuera, su vida es deslumbrante, un ejemplo de superación y de voluntarismo colosal. Casi resulta abrumadora, de tan perfecta. Pero estoy segura de que no debió de ser nada fácil. Y no debe de serlo tampoco hoy. Cada día es una lucha para todos; cuando además tienes discapacidades añadidas a la discapacidad vital de base que todos padecemos (¿quién no arrastra algún agujero?), la mochila que llevamos a la espalda se llena de piedras. Hay que echar mucho músculo para seguir subiendo la ladera con ese peso.
Consciente de esas dificultades añadidas, Irene Villa acaba de crear una fundación que lleva su nombre para favorecer la integración de las personas con discapacidad en el mercado laboral y para promover el deporte adaptado. Crear una fundación ya me parece un acto de coraje cívico, porque es un lío colosal (yo me lo estuve planteando y me rajé). La Fundación Irene Villa se ha estrenado estas Navidades con una campaña modesta y bonita. El gremio de confiteros de Asturias ha creado un bollo nuevo, llamado Flor Dulce de Navidad; durante dos días, cerca de cuarenta jóvenes con síndrome de Down han estado amasando, decorando, horneando y empaquetando estos bollos. Han vendido 700 y han recaudado 7.000 euros, que repartieron entre dos asociaciones de ayuda a personas con discapacidad. Al parecer se lo han pasado genial, han aprendido a hacer el pastel y han demostrado que pueden desempeñar trabajos de este tipo.
Me mandaron un vídeo de los chavales con sus gorros de cocineros y sus anchas sonrisas, amasando como locos sobre una larga mesa. Era una escena deliciosa. En realidad el mundo se mueve así, con estos pequeños empujones. Se mueve reuniendo el coraje suficiente para levantarse cada día y colocarse las prótesis, las reales, como tiene que hacer Irene, o las metafóricas. Por cierto que no siempre es así; no todos los individuos que han sido golpeados por el destino de forma especialmente cruel son capaces de readaptarse, reinventarse, levantarse sobre su sufrimiento y su duelo como gigantes. Me pregunto en dónde radica la diferencia entre personas como Irene, que no tiene piernas pero vuela, y otras víctimas de la vida que no consiguen superar la amargura y la frustración. Supongo que cada caso es único, pero creo que ayuda mucho permanecer atento a las necesidades de los demás y no sólo a las propias. Es decir, usar tu experiencia del dolor para comprender mejor el dolor de los otros. Justamente lo que está haciendo Irene Villa con su fundación.
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