Antes de que se produjera aquella histórica experiencia de hace dos años con la que se inició el movimiento 15M, ser antisistema estaba muy mal visto. Desde el poder político tradicional y desde los medios de comunicación convencionales se había utilizado ese término en un sentido peyorativo que presuntamente asumía la mayoría: ser antisistema se quiso identificar con grupos marginales, minoritarios, desestabilizadores, que estaban en contra de todo sin estar a favor de nada, sin aportar alternativas. Este era el falaz retrato robot que los poderes difundían, y la palabra antisistema se utilizaba como un arma dialéctica para defenderse de los peores enemigos: los antisistema eran radicales y, si te descuidabas, violentos. Para protegerse, el sistema criminalizaba a sus contrarios.
El movimiento 15M llenó de asombro a todos. A quienes estábamos allí desde las primeras convocatorias y las primeras acampadas, nos asombró su capacidad, casi milagrosa, para autogenerarse, autogestionarse, resistir y crecer. A quienes lo vivieron con mayor o menor distancia, les asombró comprobar la existencia de esa fuerza social inédita. Nadie esperaba que una ciudadanía adormecida por los cantos de sirena de las urnas y del capital fuera capaz de despertar con semejante brío. Pero sucedió. Podría haber sucedido antes, en alguna de las convocatorias previas, pues los movimientos sociales que son su embrión incubaban el descontento y acumulaban el trabajo de muchos colectivos que llevaban tiempo tratando de concienciar a todos sobre la necesidad de rebelarse ante los crecientes abusos del sistema. Sucedió en mayo de 2011. Lo que iba a ser una protesta más se convirtió en un movimiento imparable, de referencia nacional e internacional, en un símbolo histórico de lo que debe hacer la ciudadanía cuando sus representantes legítimos pierden legitimidad.
El 15M fue empoderamiento. Fue bajar a las calles y a las plazas y tomar la palabra. Fueron asambleas espontáneas, encuentros, debates, intercambio de información, solidaridad, suma. El poder de la gente. Pero lo más importante fue demostrar que aquéllos que habían sido espuriamente tachados de antisistema eran tu hijo, tu sobrina, tu cuñada, tu padre, tu vecino del quinto, la vecina del cuarto, tu compañera de trabajo y hasta tu jefe. Lo más importante fue confirmar que tú misma, tú mismo eras antisistema, que esa era tu dignidad. Porque si el sistema era tan perverso, tan cruel, tan abusivo, tan implacable, tan mentiroso, tan tramposo, tan timador, tan arbitrario, tan represor; si el sistema era tan injusto, solo cabía estar en su contra. Más aún, si el sistema era eso, los que habían sido acusados de antisistema no eran sino la avanzadilla admirable de ese pacífico puñetazo en la mesa que supuso el 15M. Ese hasta aquí hemos llegado. Esos “yo también soy antisistema” que se multiplicaron por millones.
Hacía dónde llegaría a ir y hacia dónde, de hecho, puede dirigirse dos años después, puede resultar interesante en términos políticos tradicionales. Pero es secundario. Porque el movimiento ya ha ido, si puede decirse así, y sigue yendo: ha ido y sigue yendo a la construcción de una conciencia colectiva de participación, de intervención, de rescate de valores democráticos, a la urdimbre de un tejido social maduro, que se desprende de la inútil e interesada tutela oficial y le exige a los representantes de ese sistema que asuman responsabilidades.
Movimiento de movimientos, naturalmente el 15M se transforma, evoluciona, se repiensa. Va más allá o se queda más acá, según quien lo mire y según qué aspecto se analice. Lo que es indudable es que la ciudadanía española le debe su dignidad actual. Los desahucios paralizados, las distintas mareas en defensa de los servicios públicos, los maestros y los médicos en camiseta, la Universidad en lucha. Sin el ejercicio de participación que supuso el 15M no habría sido posible entrenar el músculo social que hoy sabemos imprescindible para defendernos. Lo sabemos los ciudadanos y lo saben los partidos políticos y las instituciones del Estado. De ahí que los partidos y las instituciones teman la fortaleza de su flujo, que ya es imparable.
Así que el movimiento 15M iba precisamente a donde ha llegado y adonde sigue yendo: a lo que se inscribe en la conciencia de cada ciudadano y en la conciencia de una sociedad. Por eso es una gran revolución y ya ha triunfado. Porque transforma la percepción sobre lo que se hace y sobre cómo se hace. Porque es un movimiento, sí, antisistema. Que denuncia, combate y está en contra de un sistema despreciable.
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