En mi infancia, un libro traído a casa por mi madre causó gran sensación entre grandes y pequeños. Se trataba del fabuloso Eva en Camisón, del autor mexicano Marco Aurelio Almazán, un ácido comentador de todo y para todos que en aquel tomo revisaba de manera muy divertida su relación con las mujeres. Uno de los capítulos que mejor recuerdo tenía como título “El Cinturón de Castidad”, que relataba las medidas que un caballero medieval tomaba antes de partir a las cruzadas, para evitar que su mujer le regalara un adorno cornamental en la testa de los que ya nunca se pueden quitar. Según recuerdo, el valiente hidalgo se partía la crisma contra los moros confiado en que el aditamento de hierro cerrado a cal y canto guardaba las virtudes de su santa esposa para cuando el volviera. Y volver, volvió. Pero resulta que durante el accidentado viaje de vuelta, había perdido la llave que abría las puertas del paraíso y, cuando frente a su mujer se afanó por buscar una solución al acertijo tecnológico que él mismo había instalado, ella lo sacó de su desesperación con un simple comentario: -Querido, hay un guardia en el muro oeste que lo puede abrir en menos de un minuto…
Esa es la idea con la que me quedé en la cabeza, que el cinturón de castidad era un invento de aquellos caballeros medievales que siguieron la llamada para rescatar Tierra Santa de los infieles, y para que sus doncellas no les fueran ídem, recurrían a esos armatostes de complejas cerraduras. Esa es la idea también de la mayoría de personas a las que he preguntado, y de otras que no conozco, pero que han escrito al respecto: era un invento de los cruzados para evitar la infidelidad. Pero hete aquí que hace unos meses, mientras leía un libro sobre Saladino, me acordé del cinturón de castidad, y me entró curiosidad por saber a quién se le había ocurrido tan inoperante invento, y me encontré con una sorpresa. Según parece, nunca, ningún caballero cruzado instaló un sistema de seguridad en la entrepierna de su esposa, probablemente porque ni siquiera conocían el aparato en cuestión. En todo caso, y aún creyendo que fuesen funcionales y realmente evitaran los escarceos extramatrimoniales, a juzgar por los diseños existentes y sus materiales, las pobres portadoras terminarían muriendo de alguna llaga infectada. Y todo esto suponiendo que alguna mujer aceptara llevarlo como muestra de fidelidad a su sacrificado esposo. No me lo trago.
La primera aparición en la historia de un cinturón de castidad, no ocurre sino hasta el siglo XV, esto es, al menos cien años después de la última cruzada. En 1405, Konrad Kyeser publicó un libro sobre tecnología militar, donde describe e ilustra catapultas, ballestas, arietes, instrumentos de tortura y, sin saber por qué, incluye el diseño de un cinturón de castidad, el primero del que tenemos noticia. El dibujo está acompañado por comentarios que más que técnicos parecen sardónicos: “Estos son los calzones de hierro cerrados por el frente que llevan las mujeres florentinas. Candados en las criaturas de cuatro patas, calzones en las mujeres de Florencia. Una broma que enlaza esta preciosa serie; se la recomiendo a la noble y obediente juventud.” Es muy difícil descifrar el verdadero significado de estas frases, pero según los historiadores expertos en el tema, se trata de una simple insinuación al hecho de que las mujeres de esa ciudad no aceptaban tan fácilmente las insinuaciones de un soldado. En todo caso, no existe ninguna evidencia fehaciente de que los artefactos existieran en aquella época. Ahora bien, en el Palacio del Dogo, en Venecia, hay expuesto un cinturón de castidad supuestamente utilizado por la esposa de Francesco di Carrara II, pero los historiadores dudan que sea legítimo, y el museo no ha permitido que se le hagan pruebas. Otras instituciones han retirado de sus vitrinas otros ejemplos que sin han sido analizados, pero que han resultado ser de fechas posteriores a las originalmente creídas. Entonces, ¿Cuándo aparecieron realmente?
A pesar de que desde el Renacimiento se hacía mención a ellos en relatos y poesías, los primeros cinturones aparecieron en la primera mitad del siglo XIX, y no precisamente para evitar las relaciones sexuales entre dos personas. Los dos objetivos en mente de los usuarios y de aquellos que les obligaban a llevarlos, era evitar la masturbación, y proteger a las mujeres de intentos de violación cuando estas comenzaron a acudir a lugares de trabajo, especialmente en las fábricas donde los obreros no eran lo que podríamos considerar caballeros. Y no es de extrañar, si la Era Victoriana se distinguió por algo, es por su mojigatería. Además, desde comienzos del siglo XIX y hasta bien entrado el XX, la medicina occidental consideraba la práctica como dañina para la salud. En el caso de las mujeres que lo llevaban como protección, no sabemos si cumplía efectivamente su función, pero seguramente al menos les hacía sentirse más seguras. En todo caso, debido a su incomodidad, no podía llevarse puesto por mucho tiempo, y eso que los modelos de la época llevaban protecciones acolchonadas.
Alguno me reprochará el haberle destruido uno de los mitos más divertidos de la Edad Media, a mí mismo me ha resultado un palo, pero la historia es lo que es, y es nuestro deber separar la verdad de la leyenda, dentro de nuestras posibilidades. Aún así, creo que la imagen del caballero luchando con las ganzúas para abrirse camino hacia el pubis de su princesa, permanecerá en mi mente para siempre. Hay cosas que a veces es mejor no borrar, aunque sean fantasiosas, o precisamente por ello.
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