Eran jóvenes, guapos y listos. Me refiero a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los llamados Reyes Católicos. Los de la tele. Sobre todo, listos. Ella era de las que muerden con la boquita cerrada. Lo había demostrado en la guerra contra los partidarios de su sobrina Juana la Beltraneja -apoyada por el rey de Portugal-, a la que repetidas veces le jugó la del chino. Él, trayendo en la maleta el fino encaje de bolillos que en el Mediterráneo occidental hacía ya imparable la expansión política, económica y comercial catalano-aragonesa. La alianza de esos dos jovenzuelos, que nos salieron de armas tomar, tiene, naturalmente, puntitos románticos; pero lo que fue, sobre todo, es un matrimonio de conveniencia: una gigantesca operación política que, aunque no fuera tan ambicioso el propósito final, en pocas décadas iba a acabar situando a España como primera potencia mundial, gracias a diversos factores que coincidieron en el espacio y el tiempo: inteligencia, valor, pragmatismo, tenacidad y mucha suerte; aunque lo de la suerte, con el paso de los años, terminara volviéndose -de tanta como fue- contra el teórico beneficiado. O sea, contra los españoles de a pie; que, a la larga, de beneficio obtuvimos poco y pagamos, como solemos, los gastos de la verbena. Sin embargo, en aquel final del siglo XV todo era posible. Todo estaba aún por estrenar (como la Guardia Civil, por ejemplo, que tiene su origen remoto en las cuadrillas de la Santa Hermandad, creada entonces para combatir el bandolerismo rural; o la Gramática de la lengua castellana de Antonio de Nebrija, que fue la primera que se hizo en el mundo sobre una lengua vulgar, de uso popular, y a la que aguardaba un espléndido futuro). El caso, volviendo a nuestros jovencitos monarcas, es que, simplificando un poco, podríamos decir que el de Isabel y Fernando fue un matrimonio con separación de bienes. Tú a Boston y yo a California. Ella seguía siendo dueña de Castilla; y él, de Aragón. Los otros bienes, los gananciales, llegaron a partir de ahí, abundantes y en cascada, con un reinado que iba a acabar la Reconquista mediante la toma de Granada, a ensanchar los horizontes de la Humanidad con el descubrimiento de América, y a asentarnos, consecuencia de todo aquello, como potencia hegemónica indiscutible en los destinos del mundo durante un siglo y medio. Que tiene tela. Con lo cual resultó que España, ya entendida como nación -con sus zurcidos, sus errores y sus goteras que llegan hasta hoy, incluida la apropiación ideológica y fraudulenta de esa interesante etapa por el franquismo-, fue el primer Estado moderno que se creó en Europa, casi un siglo por delante de los otros. Una Europa a la que no tardarían los peligrosos españoles en tener bien agarrada por los huevos (permítanme la delicada perífrasis), y cuyos estados se formaron, en buena parte, para defenderse de ellos. Pero eso vino más tarde. Al principio, Isabel y Fernando se dedicaron a romperle el espinazo a los nobles que iban a su rollo, demoliéndoles castillos y dándoles leña hasta en el deneí. En Castilla la cosa funcionó, y aquellos zampabollos y mangantes mal acostumbrados quedaron obedientes y tranquilos como malvas. En el reino de Aragón la cosa fue distinta, pues los privilegios medievales, fueros y toda esa murga tenían mucho arraigo; aparte que el reino era un complicado tira y afloja entre aragoneses, catalanes, mallorquines y valencianos. Todo eso dejó enquistados insolidaridades y problemas de los que todavía hoy, quinientos años después de ser España, pagamos bien caro el pato. En cualquier caso, lo que surgió de aquello no fue todavía un estado centralista en el sentido moderno, sino un equilibrio de poderes territoriales casi federal, mantenido por los Reyes Católicos con mucho sentido común y certeza del mutuo interés en que las cosas funcionaran. Lo del Estado unitario vino después, cuando los Trastámara -la familia de la que procedían Isabel y Fernando, que eran primos- fueron relevados en el trono español por los Habsburgo, y ésos nos metieron en el jardín del centralismo imposible, las guerras europeas, el derroche de la plata americana y el no hay arroz para tanto pollo. En cualquier caso, durante los 125 años que incluirían el fascinante siglo XVI que estaba en puertas, transcurridos desde los Reyes Católicos a Felipe II, iba a cuajar lo que para bien y para mal hoy conocemos como España. De ese período provienen buena parte de nuestras luces y sombras: nuestras glorias y nuestras miserias. Sin conocer lo mucho y decisivo que en esos años cruciales ocurrió, es imposible comprender, y comprendernos. [Continuará].
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