52 MINUTOS
Los cincuenta y ocho inmigrantes se aprietan en una embarcación de nueve metros de eslora y dos de manga. Hace tres horas que zarparon desde un punto cualquiera de la costa marroquí, entre Asila y Larache. El mar está bravo. El viento levanta las olas. La proa cabecea y el motor fuera borda apenas aguanta su propio peso. Ya no se ven las luces de la costa. Es noche cerrada. La patera está en medio de ninguna parte y arrecia el temporal. Entra agua. Mucha agua. Tanta que pronto les cubre los pies. Los hombres la achican como pueden con cubos, tarros y escudillas. El patrón da la orden de que nadie se mueva. Por eso pide silencio.
Aguantan hasta las siete de la tarde del 25 de octubre de 2003. Durante todo el día han soportado un vendaval de fuerza 6. Pero la tormenta continúa, hay mar gruesa y el patrón se desorienta. Zozobran. Muy cerca de las playas de Rota, el capitán del mercante italiano fondeado en la Bahía Focs Tenerife divisa la embarcación, a punto de irse a pique. Da la voz de alarma a Salvamento Marítimo y se presta al rescate. Les lanzan escalas, chalecos y flotadores. Los inmigrantes, desesperados, alzan los brazos pidiendo ayuda. El patrón duda. Finalmente decide eludir el auxilio y enfila rumbo a la costa.
Uno de los supervivientes lo contó así ante el juez: “Pasamos cerca de un barco grande, verde y rojo. Echaron una escalera por la borda, para que subiéramos, pero el patrón dijo que si teníamos que morir, moriríamos todos. Estábamos empapados, llevábamos dos días sin comer y lo único que queríamos era desembarcar en algún sitio. Le pedimos a gritos que nos dejara subir al barco, pero el patrón se rió y dijo que cogiéramos nosotros el timón”.
El mafioso prefiere el mar a la cárcel y les pide a los inmigrantes que no se asusten. Les avisa de que están a punto de llegar a España.
Y lo están. Les faltan menos de 200 metros. Pero la patera no resiste la marejada definitiva y vuelca. “Una ola se nos echó encima por la popa y volcó la lancha. Nos subimos a ella como pudimos. Vino otra ola y nos tiró al agua. Intentamos subir de nuevo, pero la zodiac se hundió. Ninguno teníamos chalecos salvavidas. Ninguno, excepto el patrón”.
52 minutos después de que el capitán del Focs avisara a Salvamento Marítimo, zarpa, por fin, el remolcador Sargazos desde el puerto de Cádiz.Pero ya es tarde. Muy tarde. El fuerte oleaje ha empujado al fondo a casi todos los tripulantes. La mayoría son chicos de las comarcas rurales, gente del interior, y no saben nadar. Muchos habían visto por primera vez el mar el mismo día en que perdieron la vida.
LOS MUERTOS LLAMAN A CASA
Violeta Cuesta pasea con su pareja en dirección a Punta Candor. Suena el teléfono. Alguien la avisa de que ha naufragado una patera en Rota. Recaban voluntarios para buscar posibles supervivientes y auxiliarlos. Violeta dice que sí. Durante horas recorre una y otra vez la zona, pero no encuentra nada.
El mar devuelve primero los restos de la embarcación. Una zodiac de PVC arañada por las rocas y arrojada por el temporal a la playa de Arroyo Hondo. Después va depositando en la arena de la Bahía su prolija cosecha de cadáveres. Cuerpos hinchados, amarillos, irreconocibles. Uno detrás de otro, lentamente, con cuenta gotas. Así durante días. Treinta y siete veces.
Los muertos son muchos, aparecen a cinco columnas en las portadas de los periódicos y la sociedad se conmociona. Hay sentidos comunicados de condolencia por parte de instituciones públicas y privadas, concentraciones, homenajes, discursos y recitales de poesía. La prensa informa de los detalles del naufragio. El ministro lo define como la mayor tragedia humanitaria ocurrida en las costas españolas. A los políticos, en la tele, se les ve muy afectados. Nadie habla, todavía, de la descoordinación de los equipos de rescate, de la proverbial sordera de los mandos de la base naval americana ni de la falta de medios. Nadie habla de los 52 minutos. A nadie le interesa la vertiente espinosa del asunto, por ahora. La gente de Rota se pregunta, más bien, quiénes son los ahogados. Qué historia tienen detrás. De dónde proceden esos hombres que han venido a morir a la mismísima puerta de sus casas.
No echemos sólo rosas al mar. Poco tiempo después, tras un homenaje a las víctimas del naufragio celebrado en la playa del Buzo de El Puerto de Santamaría, un grupo de personas, entre ellas Violeta, decide que no son suficientes las concentraciones, los minutos de silencio y los discursos estériles.
Ponen negro sobre blanco sus intenciones. Escriben: “¿Qué hemos hecho hasta ahora? Hemos llorado, nos hemos lamentado, hemos acusado, nos hemos reunido, hemos firmado artículos, hemos elevado plegarias, hemos enviado cartas, hemos leído manifiestos, hemos arrojado flores al mar, hemos convocado manifestaciones, hemos expresado nuestro dolor… Lo que hemos hecho, en definitiva, es nadar y guardar la ropa, lavar nuestra conciencia, ponernos nuestro disfraz solidario, nuestra máscara más amable y, pasada la fecha, volver a casa con toda esa solidaridad caducada”.
También escriben: “¿Qué otra cosa podemos hacer por esa pobre gente venida de Beni Mellal, una región perdida del Atlas, embarcada en las costas de Larache y ahogada para siempre en el olvido?”. Se responden: Ir hasta allí. Viajar hasta Hansala y tener la valentía de darles, por lo menos, nuestro pésame a la cara.
LA NOTICIA
Mohamed Aggazzaff, Said Zalhi y Lahcen Oukhanddou lo dejan todo cuando rompen las ráfagas del informativo. Los tres viven en un pueblo de Valencia. Trabajan allí, como jornaleros del campo. Suben el volumen de la tele. Quieren ver las noticias porque saben que sus hermanos embarcaron el día anterior en una patera para cruzar el Estrecho. También saben que la noche ha sido dura. Y que el teléfono no ha sonado todavía.
En Telecinco, el presentador advierte de que en la zodiac viajaba medio centenar de personas. “Los desaparecidos se cuentan por docenas”. Mohamed intenta que sus compañeros mantenga la calma. Él mismo llegó así a España, en 2002. Conoce bien el asunto, el caos propio de la llegada a tierra y el riesgo de los imprevistos. Su patera también se perdió y Mohamed estuvo quince días vagando como un fantasma entre Tarifa y Bolonia. Durmió en el bosque hasta que halló el punto de encuentro. Cuando telefoneó a Marruecos su familia lo había dado por muerto. Le dijeron que ya habían celebrado su entierro.
Pero pasan las horas y el teléfono no suena. La Cadena Ser confirma boletín a boletín los peores augurios y en la tele ya se ven imágenes del reguero de cadáveres en la playa. “Voy a llamar al pueblo”, dice Mohamed. “Tengo que hablar con mi madre”.
LA PROMESA
Violeta observa cómo el hombre, en mangas de camisa, rotula la tierra con un arado antiguo. Es 30 de diciembre y a 800 metros de altura, en el Medio Atlas marroquí, ella y otras cuatro personas han venido a cumplir una promesa. Recuerda que subieron por un camino pedregoso, más allá de Tagxirg, donde termina la carretera.
También recuerda que hacía mucho frío y que tuvieron que preguntar por Hansala a tenderos, taxistas y pastores, porque no había referencias en internet y la aldea ni siquiera aparecía en los mapas. Subieron, bajaron, torcieron, se perdieron varias veces y volvieron a encontrarse. Nada. Hasta que un chaval, a cargo de un rebaño de escuálidas ovejas, les indicó que aquello mismo era Hansala: una constelación de casas pequeñas, diseminadas por las faldas de la montaña, con hornos de adobe y mujeres cubiertas que parecían esconderse entre los olivos. No hay calles, ni consultorios médicos, ni electricidad, ni agua corriente. Sólo laderas escarpadas, carriles difusos, hambre y miseria.
Así que Violeta y los demás ahora están ahí, delante del hombre que cultiva la tierra con modos medievales, sin saber exactamente qué decirle.Sacan un recorte de periódico donde aparece el naufragio. Le explican, de cualquier forma, que vienen del lugar al que fueron a morir los chicos de Hansala. El hombre del arado está sorprendido, aunque finalmente supera la confusión y lo entiende. De pronto asiente con fuerza y les acepta un abrazo. Se llama Mohamed. Uno de los ahogados era su hijo.
DIEZ AÑOS DESPUÉS
A raíz de la tragedia de Rota, hubo mucha gente que hizo cosas. Algunas de ellas son cosas admirables y otras han entrado por méritos propios en el catálogo universal de la infamia. Ambas nos retratan como especie.
En España, la Policía Nacional, la Policía Portuaria, Salvamento Marítimo y los mandos de la Base Naval de Rota se culparon mutuamente del fracaso del rescate. La delegación del Gobierno insinuó que el capitán del Focs no había hecho todo lo posible. El PSOE acusó al PP de bloquear una comisión de investigación. El PP señaló a los capos de las mafias magrebíes. IU amenazó con una querella a seis bandas. Ante la presión de la opinión pública, se celebraron encuentros, debates y comisiones institucionales. Se proyectó un protocolo de respuesta unificada y se amplió el alcance del radar del Sive.
Mientras tanto, en Marruecos, las familias continuaban esperando los cadáveres. Algunos no se repatriaron hasta mucho después. El conocido como Rota 04 estuvo tres años en la morgue. Según la prensa, fue el gerente del tanatorio, Martín Zamora, quien apremió a las autoridades para enterrar el cuerpo. Se quejó, de paso, del impago de los costes judiciales.
En Hansala, Violeta y aquel grupo inicial de visitantes pusieron en marcha una campaña de formación y desarrollo. Crearon una asociación. Se llamó Solidaridad Directa. Reformaron la escuela, compraron una ambulancia, construyeron un dispensario. Horadaron en las rocas una red de acequias para que corriera el agua entre los cultivos y levantaron un puente. Becaron a los estudiantes. Les ofertaron a sus madres clases de costura. Les enseñaron por primera vez lo que era un cine y vieron a los niños llorar de risa con El Chico de Chaplin. Violeta se admite orgullosa por el trabajo realizado. “Ya casi nadie emigra de Hansala”, dice. Ellos les dieron algunos motivos para quedarse. Una modesta expectativa. Un pedazo de futuro.
Por ejemplo: Izza, la joven viuda de uno de los ahogados. Cuando Violeta y los suyos la encontraron, ella y sus hijos pequeños, Jamman y Ahbderramán, sobrevivían a duras penas, gracias a la caridad. Les buscaron una casa y les compraron una vaca. Sólo eso: un techo pobre bajo el que cobijarse y un animal. Pero fue suficiente. Izza no ha recuperado la alegría, pero sí un resquicio de esperanza. Los chicos han crecido mucho. Ahora son casi hombres. En el pueblo dicen que los dos se parecen a su padre.
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