Alfonso Ussía
En las postrimerías de la Segunda República eran los juicios populares. Cinco desgarramantas que no sabían leer ni escribir eran dueños de las vidas de los encarcelados en las checas. «Se le acusa de leer el ABC. Condenado a muerte». En la posguerra fueron los juicios sumarísimos, más vestidos de legalidad, pero igualmente abominables. En la actualidad los juzgadores son algunos medios de comunicación, las tertulias inadmisibles de determinadas cadenas de televisión y las redes sociales que se nutren de esas presumibles informaciones. Pueden estar satisfechos. No le conceden ni la presunción de inocencia. La Infanta Cristina ya ha sido condenada. No se han atrevido a pedir para ella la guillotina, el garrote vil o la horca porque para ello habría que legalizar de nuevo la felizmente abolida pena de muerte.
La Infanta Cristina, como decenas de miles de mujeres en España, forma parte de un consejo de administración o una sociedad administrada por su marido. Si la mujer de Urdangarín fuera otra, la jauría humana no se habría molestado ni en ladrar. Pero aquí coinciden oscuras voluntades. Se trata de herir a la única Institución que garantiza la unidad histórica de España. Por supuesto que las personas pueden equivocarse, pero en este caso las equivocaciones se han convertido en excusas para culminar un acoso inhumano contra una mujer. La Infanta Cristina podría haber volado del nido de Urdangarín cuando se verificó la evidencia de las golferías de su marido y Torres. Pero fue leal a quien es el padre de sus hijos y a quien ella eligió para fundar una familia. Soporta día tras día los jadeos de la rehala a sus espaldas. No se respeta su trabajo ni su vida privada.Y es condenada sistemáticamente. ¿Para qué solicita tanta documentación su señoría si sabe a la perfección que en la instrucción del caso, Urdangarín y su socio son marionetas secundarias, y que la sola finalidad de la misma es masacrar a una hija del Rey, a una Infanta de España? «Se ha demostrado que la Justicia no es igual para todos», decía Llamazares. El denunciante está aforado. La Infanta, no. Creo que Doña Cristina está empecinada en no abandonar a un golfo. Es su golfo. Y ese empecinamiento la honra, porque ha tomado el camino difícil y el más consecuente con sus anteriores y equivocadas decisiones vitales.
La Corona, que tantos servicios fundamentales ha prestado a España, a su libertad, y a su prestigio más allá de sus fronteras, no puede estar bajo sospecha por un yerno aprovechado y un elefante de Botswana. La crítica es facilísima, porque la demagogia está al alcance del más tonto y el mayor analfabeto. La demagogia no es un arte, sino una sencilla, paulatina, y rentable –para muchos– degeneración del equilibrio. Puede convertirse en una enfermedad silenciosa e incurable. Y el resultado de su perversidad es capaz de afectar a millones de españoles que nada tienen que ver con los objetivos de la jauría, que no es otro que cobrar la pieza señalada.
Pero los demagogos pueden darse por satisfechos. Importa poco que la Infanta Cristina sea, al fin, imputada o no. Nada importa al caso la opinión del fiscal. Menos aún la decisión del juez, que se está aficionando en demasía al estrellato. Y sobra el juicio. No el juicio de Urdangarín y su socio, que son inevitables. Sobra el juicio a la Infanta porque no se juzga a quien ha sido ya condenada con toda la dureza que exige la jauría.
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