Viajamos con la emoción de los que saben que acuden a un rito ancestral que habita más en la memoria que en el presente de una sociedad enganchada a nuevos hábitos alimenticios, algo que, junto al envejecimiento de la población en nuestros pueblos, está haciendo que cada vez sean menos las familias que acuden a la antigua tradición de la matanza para llenar sus despensas. Son actualmente apenas unos 18.000 cochinos los que se sacrifican en Extremadura por el ancestral rito frente a los casi 50.000 de hace nueve años.
Nosotros, Vivir Extremadura, hemos querido viajar al antiguo y atávico rito. Viajamos a la matanza en un día soleado de invierno. Lo hacemos a Cedillo, localidad rayana junto al Tajo. Aquí todo está dispuesto para vivir uno de los días más esperados del año su Matanza Internacional. Es un día en el que las viejas tradiciones regresan a la memoria de los más mayores para ser contadas a las nuevas generaciones. Pero también es un día para los abrazos a los amigos del otro lado del río, a los amigos de Monte Fidalgo, de Perais o de Montalvão que aprovechan el paso franco que Iberdrola habilita los fines de semana sobre la presa de Cedillo y que hace posible el reencuentro de amigos y familias de un lado y otro de La Raya.
Apenas apunta el sol por la Sierra de Santiago cuando comienza el rito. Juan Manuel, el Bujas, es el matarife de Cedillo. Aprendió el oficio junto a su padre y su abuelo en las cortijadas de La Raya.“Entonces -nos dice- se mataban muchos cochinos. Muchos”, enfatiza. Luís Pitín, mientras el Bujas templa y afina los cuchillos, nos ofrece un plato de migas y un vaso de aguardiente de Portalegre.
“Vamos a por él”, se escucha decir al Bujas, cuando el afilado cuchillo se acerca a la papada del cochino adormecido. “Antes –comenta- se les mataba de cualquier manera, ahora se les adormece para que no sufran”. De la certera punzada comienza a brotar a borbotones la sangre del cochino que recoge en un barreño Olivia Lucas mientras la bate con fuerza con las manos para que no se cuaje. Olivia Lucas es una mujer de Montalvão con parientes en Cedillo y que nos explica que con la sangre del porco se hará para la comida sopa de cachuela y algún enchido de sangre.
“Vamos a por él”, se escucha decir al Bujas, cuando el afilado cuchillo se acerca a la papada del cochino adormecido. “Antes –comenta- se les mataba de cualquier manera, ahora se les adormece para que no sufran”. De la certera punzada comienza a brotar a borbotones la sangre del cochino que recoge en un barreño Olivia Lucas mientras la bate con fuerza con las manos para que no se cuaje. Olivia Lucas es una mujer de Montalvão con parientes en Cedillo y que nos explica que con la sangre del porco se hará para la comida sopa de cachuela y algún enchido de sangre.
Se escuchan canciones de fiesta tanto portuguesas como extremeñas. Aquí en esta parte de La Raya el habla va adoptando las palabras al albedrío del instante en un rico mestizaje idiomático. O Fogo, el fuego, es el chamuscado que con retamas ardiendo facilita la desaparición de las cerdas de la dura piel de los tocinos y jamones. Es un momento éste en el que la chiquillería juega alborozada al Correfuego, dando vueltas en torno a las llamas que depilan a fuego las cortezas.
Pitín, el Bujas y Simón el ilustrado recuerdan aquí al hermano de Simón, al que llamaban el General por su fuerza y por su bravura en los trabajos del campo y con los ganados y también por su destreza en el despiece del cochino. A él acude el Bujas que comienza el despiece frente a la curiosidad de los muchachos. “Primero la barriguera, tras ella el vientre y sus mantos de grasa…”, se le escucha decir en una especie de retahíla ancestral dirigiéndose a la chiquillería que le rodea. “…después la cabeza y tras ésta las paletas y jamones; después los lomos, las costillas y, por último, los tocinos”.
Es la matanza una de las mayores muestras de la cultural popular y campesina de Extremadura. Con ella se estrechaban lazos entre los vecinos y las familias, que compartían los trabajos que la matanza siempre acarreaba. Esto sigue siendo así en las escasas matanzas que aún hoy se realizan. Pero la matanza es por encima de todo un acopio de alimento que a lo largo del año irá acudiendo a alforjas y pucheros.
“El día de la matanza era siempre un día feriado, de fiesta -nos comenta el Ilustrado-, se bebía vino, se cantaba y se comía carne…”. Tras descarnar al cochino comienza el picado de las carnes y la limpieza de los vientres del animal y en ellos se guardan buches y lomos. De estos trabajos se encargaban siempre las mujeres, al igual que de atar morcillas y chorizos. Del guiso no, el guiso de las carnes siempre era tarea encomendada a algún hombre de la casa que transmitiría el secreto a su debido tiempo.
Después vendría la cuelga en los varales, en la cocina cerca del fuego, a su calor y también al humo de leños y rachas, en sus brasas, el día de la matanza se asan pestorejos y sobre tiznadas sartenes se hacen las pruebas de los chorizos y se fríen los primeros torreznos, mientras en los jarros no faltan los vinos de pitarra. Tras el primer oreo al fuego, las chacinas se cuelgan en los sobrados, bajo la teja vana donde el frió del invierno irá curando las carnes y madurando los guisos. Mientras, en las bodegas, los jamones y las paletas viven en la penumbra el milagro de la curación de sus carnes veteadas. No llegarán a los paladares hasta no haber pasado bien los 18 meses. Pero antes se habrán consumido las orejas y los pies en algún guiso con legumbres; también las morcillas de sangre y las boferas.
“Los buches se preparan -nos dice Olivia Lucas- cuando llegan las candelas que es cuando las berzas están rendidas”. También por febrero y marzo se va dando cuenta de las costillas. Éstas se suelen preparar con arroz y con mojos de patatas. Más adelante, y apuntando ya el verano, llegará la hora de las morcillas y los tocinos; los chorizos se empiezan por la Pascua de Resurrección. Por agosto o por las fiestas del Cristo de septiembre se suelen abrir los lomos que por su nobleza y consideración gastronómica acudirán a la mesa en días señalados y de incienso en la iglesia.
Mientras todo esto nos van contando las gentes de Cedillo, en enormes calderos se van haciendo riquísimos guisos de cochino en caldereta, arroces con hígado y menudos. A la vez, sobre brasas de encinas se tuestan magras y moragas. Un rancho portugués anima la fiesta con canciones populares del otro lado de La Raya, que en Cedillo son también de este lado da Raia.
Al día siguiente, con el alcalde Botines bajamos hasta el Tajo al encuentro de uno de los paisajes más poderosos y desconocidos de Extremadura. Frente a nosotros, como una barrera inexpugnable, la enorme presa de Iberdrola. “Un día -dice Botines- alguien tendrá que solucionar el problema de incomunicación que supone para todos esta presa”. Abajo en el agua los peces van y vienen de una a otra orilla.
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