El Cairo es una ciudad agresiva, difícil, caótica, maloliente, violenta. Tras la Primavera Árabe, los ánimos están exaltados, y es frecuente asistir a una escaramuza entre bandas: Unos gritos, unas carreras, el sonido seco de las persianas de los comercios cerrándose a toda prisa para evitar asaltos al cobijo de la confusión. Las montañas de basura entorpecen el tráfico imposible, los minaretes vociferan día y noche, tropas de fieles se arrebujan sobre alfombras dispuestas en cualquier esquina para rezar. No se me ocurre ni siquiera un infinitesimal motivo por el que veinte millones de almas podrían empecinarse en vivir aquí. Ni siquiera las pirámides y la pasmada mirada de la Esfinge, que vigila el palpitar de la ciudad con hastío, compensan el despropósito de El Cairo.
De vez en cuando, ahí aparece un destello de hermosura: una mezquita coqueta, el aroma de una tienda de perfumes, el enlosado pulido por millones de pies de Khan el-Khalili, las viejas pirámides despuntando entre edificios cochambrosos al límite de la desintegración senil. Pero, cuando el viajero se embelesa al fin y encuentra un mínimo refugio para el alma, el bocinazo de un camión gigantesco o la persistencia enfermiza de un timador retan de nuevo la paciencia. Y vuelta a empezar, en la cacofonía absurda de esta ciudad maldita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario