30 DE MAYO
SAN FERNANDO
Los designios de Dios resultan con frecuencia incomprensibles para los hombres. El Santo cuya fiesta celebramos hoy es el fruto de un matrimonio real incestuoso, anulado por el propio pontífice Inocencio llI, el de Alfonso IX de León y su sobrina Berenguela, pero luego el niño fue legitimado por el mismo Papa Inocencio III.
Vio la luz Fernando en los últimos años del siglo XII y llegaría a ser la máxima figura de la España de su tiempo, alcanzó la santidad santificando su propia función de rey.
Le acompañará siempre la fortuna. Una teja que hiere a su tío, Enrique I, mientras jugaba, le hace rey de Castilla. Le pertenecía a su madre, pero ésta con clarividencia pasa la corona a su hijo.
Poco después, en las Huelgas de Burgos, el obispo Don Mauricio le ciñe la espada de Fernán González y le arma caballero. Caballero de Cristo, según sus deseos.
Tuvo dificultades con su padre, pero al morir éste, Don Fernando heredó también el reino de León. Todos le aman y bendicen. Tenía obsesión por la justicia, pero estaba moderada por la piedad. Le gustaba la vida cortesana y participar en torneos, pero también sabía cantar bellas trovas en loor de Santa María y en su honor rezaba el oficio parvo mariano.
Pero su idea fija era la total reconquista de España, el retorno de Andalucía a la civilización cristiana. Conquista Baeza, Córdoba, Jaén, Murcia, Sevilla... Mientras las naves de Ramón Bonifaz entraban por el Guadalquivir, tuvo lugar la entrada triunfal en Sevilla, y cerrando la marcha, la Virgen de los Reyes, sobre un carro ricamente adornado.
No descuida San Fernando otras obligaciones. Creó la Universidad de Salamanca, mandó traducir el Fuero Juzgo, promovió la construcción de nuestras catedrales góticas, protegió a los artistas. Tenía buenos consejeros, como el arzobispo Don Rodrigo Jiménez de Rada. En todo veía la mano protectora de Dios.
Recibía con singular agrado a los pobres, los sentaba a su mesa, les servía y les lavaba los pies. "Más temo, solía decir, la maldición de una pobre vieja que todos los ejércitos juntos de los moros".
Aún preparó una poderosa flota para extender la cristiandad por el suelo africano. Pero le sorprendió la muerte.
No fue un monje revestido de monarca, sino un hombre de corte, cazador, jinete diestro y hábil en los juegos de salón, amigo de las bellas artes, buen guerrero — con la fortuna sonriéndole en las batallas, experto en las relaciones políticas y en la administración de la justicia...—. Pero, ante todo, se declaraba a si mismo como «caballero de Cristo, siervo de María y alférez de Santiago (Fuero de Castilla), cosa que los papas reconocerían al calificarle como «atleta de Cristo» y «campeón invicto de Jesucristo» (Gregorio IX e Inocencio IV). Austero, dentro de su elegancia natural, y penitente - poniendo especialmente esta penitencia en consagración plena al servicio de su pueblo, sin reservarse nada sí mismo -, «no conoció el vicio ni el ocio», como dice de él su propio hijo Alfonso X el Sabio. Para encontrar fuerza para a esa constante superación, sabía robar tiempo a sus noches para consagrarlas al trato con Dios en la oración, en la adoración de la Eucaristía y en el cariñoso trato con su Madre, cuya imagen de «la Virgen de las Batallas» - que hoy se guarda Sevilla - le acompañaba siempre asida al arzón de su cabalgadura y a la que cedió el honor de entrar en su lugar al frente del ejército victorioso en Sevilla.Su hijo Alfonso X el Sabio, en su Historia General de España, narra con detalles tan conmovedores el fervor con que su padre recibió el Viático hiriéndose el pecho, besando la cruz y echándose una soga al cuello, y los últimos consejos que le dio. Luego pidió la candela "que todo cristiano debe tener en mano al su finamiento", adoró el cirio, símbolo del Espíritu Santo, y mientras los clérigos cantaban el Tedeum, "muy simplemente dio el espíritu a Dios".
Era el 30 de mayo de 1252. Sus restos, con elogioso epitafio, se veneran en la catedral de Sevilla.
Vio la luz Fernando en los últimos años del siglo XII y llegaría a ser la máxima figura de la España de su tiempo, alcanzó la santidad santificando su propia función de rey.
Le acompañará siempre la fortuna. Una teja que hiere a su tío, Enrique I, mientras jugaba, le hace rey de Castilla. Le pertenecía a su madre, pero ésta con clarividencia pasa la corona a su hijo.
Poco después, en las Huelgas de Burgos, el obispo Don Mauricio le ciñe la espada de Fernán González y le arma caballero. Caballero de Cristo, según sus deseos.
Tuvo dificultades con su padre, pero al morir éste, Don Fernando heredó también el reino de León. Todos le aman y bendicen. Tenía obsesión por la justicia, pero estaba moderada por la piedad. Le gustaba la vida cortesana y participar en torneos, pero también sabía cantar bellas trovas en loor de Santa María y en su honor rezaba el oficio parvo mariano.
Pero su idea fija era la total reconquista de España, el retorno de Andalucía a la civilización cristiana. Conquista Baeza, Córdoba, Jaén, Murcia, Sevilla... Mientras las naves de Ramón Bonifaz entraban por el Guadalquivir, tuvo lugar la entrada triunfal en Sevilla, y cerrando la marcha, la Virgen de los Reyes, sobre un carro ricamente adornado.
No descuida San Fernando otras obligaciones. Creó la Universidad de Salamanca, mandó traducir el Fuero Juzgo, promovió la construcción de nuestras catedrales góticas, protegió a los artistas. Tenía buenos consejeros, como el arzobispo Don Rodrigo Jiménez de Rada. En todo veía la mano protectora de Dios.
Recibía con singular agrado a los pobres, los sentaba a su mesa, les servía y les lavaba los pies. "Más temo, solía decir, la maldición de una pobre vieja que todos los ejércitos juntos de los moros".
Aún preparó una poderosa flota para extender la cristiandad por el suelo africano. Pero le sorprendió la muerte.
No fue un monje revestido de monarca, sino un hombre de corte, cazador, jinete diestro y hábil en los juegos de salón, amigo de las bellas artes, buen guerrero — con la fortuna sonriéndole en las batallas, experto en las relaciones políticas y en la administración de la justicia...—. Pero, ante todo, se declaraba a si mismo como «caballero de Cristo, siervo de María y alférez de Santiago (Fuero de Castilla), cosa que los papas reconocerían al calificarle como «atleta de Cristo» y «campeón invicto de Jesucristo» (Gregorio IX e Inocencio IV). Austero, dentro de su elegancia natural, y penitente - poniendo especialmente esta penitencia en consagración plena al servicio de su pueblo, sin reservarse nada sí mismo -, «no conoció el vicio ni el ocio», como dice de él su propio hijo Alfonso X el Sabio. Para encontrar fuerza para a esa constante superación, sabía robar tiempo a sus noches para consagrarlas al trato con Dios en la oración, en la adoración de la Eucaristía y en el cariñoso trato con su Madre, cuya imagen de «la Virgen de las Batallas» - que hoy se guarda Sevilla - le acompañaba siempre asida al arzón de su cabalgadura y a la que cedió el honor de entrar en su lugar al frente del ejército victorioso en Sevilla.Su hijo Alfonso X el Sabio, en su Historia General de España, narra con detalles tan conmovedores el fervor con que su padre recibió el Viático hiriéndose el pecho, besando la cruz y echándose una soga al cuello, y los últimos consejos que le dio. Luego pidió la candela "que todo cristiano debe tener en mano al su finamiento", adoró el cirio, símbolo del Espíritu Santo, y mientras los clérigos cantaban el Tedeum, "muy simplemente dio el espíritu a Dios".
Era el 30 de mayo de 1252. Sus restos, con elogioso epitafio, se veneran en la catedral de Sevilla.
A la edad de catorce años, Santa Juana de Arco comenzó a escuchar voces y a tener visiones del Arcángel San Miguel, Santa Catalina de Alejandría y Santa Margarita de Antioquía. A los dieciséis, fue convencida de que debía rescatar de los ingleses la ciudad de Orleans y restablecer el delfinato. Sorprendentemente, se las arregló para hacer justamente eso.
Finalmente fue capturada, vendida a los británicos y quemada en la hoguera por bruja y hereje.
La mayoría de nosotros probablemente empezaría a buscar ayuda profesional si empezásemos a escuchar voces que nos animaran a iniciar una guerra. (Confiamos, cuando menos, en que tendríamos el buen sentido de buscar ayuda.) Sin embargo, a veces nuestra voz interior (el pequeño y tranquilo sonido de nuestro corazón) nos dice que corrijamos un mal, incluso si significa combatir contra fuerzas poderosas.
Dado que a menudo las advertencias son tan delicadas y discretas, pueden ser fáciles de ignorar. Incluso Juana trató de ignorar sus voces, quejándose de que le sería imposible dirigir un ejército pues no podía ni cabalgar ni combatir. Aunque no le faltaba razón, las voces le dijeron que Dios la dirigiría a ella y a su ejército.
Cuando empezamos a protestar de que posiblemente no podamos combatir los ejércitos de la burocracia y la opresión, nuestra voz interior nos dice lo mismo. Se nos recuerda que cuando nuestra causa es justa, no tendremos que luchar solos porque Dios estará con nosotros. Ese conocimiento debería damos, como a Juana, el valor de enarbolar nuestra bandera y ponemos en marcha con confianza.
Otros Santos: Basilio y Emelia, esposos; Félix I, papa; Beato Santiago Salomoni, presbítero; Beato Santiago Felipe Bertoni, presbítero; Beata Bautista Varano, virgen.
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