domingo, 23 de febrero de 2014

Sobre la regeneración política

José Luis González Quirós 21/02/2014

"Aunque volviésemos a empezar mil veces, una democracia sin control y sin trasparencia evolucionaría necesariamente hacia la corrupción y el despilfarro"
No cabe negar que, más allá de la idoneidad del término, existe una convicción generalizada de que en España se necesita una regeneración política. ¿Qué se quiere decir con ello?

Cuando un español de 2014 piensa en nuestra situación lo que viene a su mente es un escenario escasamente grato, una representación en la que el guión del drama está a punto de llevarse por delante el notable prestigio con el que inauguramos nuestra democracia en 1977. No resulta normal en los países de nuestro entorno encontrar un nivel tan alto de descontento con el funcionamiento del sistema político, hasta el punto que los españoles consideran de manera mayoritaria que los políticos no resuelven adecuadamente nuestros problemas, sino que constituyen ellos mismos un problema mayor. Esa extensa insatisfacción existente respecto al comportamiento habitual de las fuerzas mayoritarias, y también de otras que no lo son tanto, es un índice sociológico muy llamativo, y más aún lo es que no se le preste la atención que merece.

Es oportuno subrayar, no obstante, que los defectos de nuestra clase política no son muy distintos de los defectos comunes en la sociedad española, pero esa constatación no puede servir de excusa, sino que debería servir para subrayar una grave carencia en el funcionamiento de la democracia de 1978, a saber: el que no hayamos sabido crear los hábitos y las tradiciones capaces de incrementar los efectos benéficos de la democracia y que, por consiguiente, la democracia no haya sido capaz de catalizar un cambio de cultura política en la sociedad española.

Así estamos: una democracia demediada porque se ha conformado con adaptarse a los hábitos morales y procedimentales de una sociedad poco propicia a la innovación, al debate y a la limpia competencia. A veces se dice un poco cínicamente que de un único poder, el de la dictadura, hemos pasado a una especie de duopolio, y que alguna ventaja habrá en eso. No negaré el progreso, pero el turnismo ya fue explotado durante medio siglo por la Restauración sin que de ese baile tan primoroso saliera una España mucho mejor. Ahora hay factores de renovación que han hecho de España un país distinto, sin duda, pero ésa no es la cuestión; lo importante es preguntarse si la democracia se ha convertido en un motor de progreso económico, social y político, y es evidente que eso no ha sucedido.

Algo falla cuando llevamos años de profunda crisis económica, cuando las instituciones aumentan su desprestigio, cuando los ciudadanos de una y otra orilla ideológica se indignan, cuando la unidad nacional parece a punto de romperse, cuando la independencia de la justicia es una caricatura de lo que quiso que fuese la Constitución de 1978, o cuando la corrupción parece ser estructural, inatacable e inevitable y lo único que se hace contra ella es arrastrar a algunos protagonistas de medio pelo por los tribunales, desarrollando procesos kafkianos que producen el hastío del público y que inevitablemente culminan en el indulto de los extrañamente condenados.

Hemos que darnos cuenta de que no tenemos únicamente un problema de estructura política, aunque también los tengamos, algo que pudiéramos arreglar con un par de leyes, sino que lo que sufrimos es la consecuencia de una cultura política escasamente democrática. Para construir una democracia viable y poderosa no basta con hacer leyes que la permitan, no basta con crear instituciones representativas que poco a poco van perdiendo su función porque no cumplen diligentemente con su cometido, y se constituyen en cámaras aisladas de la realidad social, en espacios privilegiados y sordos a las demandas efectivas de participación, de vida democrática.

Los partidos políticos, en particular, han seguido a la letra los diagnósticos de los críticos más ácidos de la democracia, y se han convertido en una especie de organizaciones cuasi mafiosas en las que lo que menos importa es lo que piensen los afiliados o deseen los electores porque los dirigentes toman sus decisiones enteramente al margen de quienes los han elegido, o mejor dicho, al servicio de quienes realmente los eligen, las direcciones respectivas de los partidos que han invertido completamente el sentido de la democracia, ni facilitan la participación ni se rigen con criterios de democracia interna, como ordenó explícitamente la Constitución.

La forma de funcionar de los partidos españoles requiere una reforma de fondo y esa reforma solo se llevará a cabo si existe una presión electoral que la imponga, lo que puede lograrse, sobre todo, premiando a fuerzas que empiecen a actuar con otros criterios, a partidos a los que importen las ideas políticas, la libertad y la verdadera democracia, internamente debatiendo lo que sea necesario y externamente respetando la voluntad de los electores que han respaldado un determinado programa político.

Los españoles del último cuarto del siglo XX nos hemos acostumbrado a delegar lo que nunca se puede delegar, a otorgar una confianza más allá de lo razonable que nos ha hecho renunciar a pedir explicaciones, nos ha llevado a seguir viviendo la vida de cada día como si la democracia, sin participación, sin transparencia y sin rendición de cuentas, fuese el camino seguro para toda clase de éxitos y, claro está, nos sorprendemos cuando se ve que no es así, cuando asistimos impotentes a la corrupción sistemática, a la justicia mediatizada, a unos medios de comunicación fortísimamente condicionados por el Gobierno, las administraciones o los grupos económicos que se mueven a su alrededor, y a los que importa muy poco, con enorme miopía todo hay que decirlo, el clima moral de la democracia.

Aunque volviésemos a empezar mil veces, una democracia sin control y sin trasparencia evolucionaría necesariamente hacia la corrupción y el despilfarro. Es absurdo suponer que, sin controles efectivos, y sin separación de poderes, se pueda caminar hacia la austeridad y la eficacia, es ridículo creer que sin exigencia ciudadana se pueda lograr que los políticos rindan cuentas exactas sobre lo que han hecho con nuestros dineros, pues nuestros son, no de ellos, esos caudales. Y si estas cualidades le faltan a nuestra democracia se debe a que no hemos caído en lo importantes que eran, a que la democracia ha gozado de un exceso de legitimación que ahora empieza a resquebrajarse.

Necesitamos, por tanto, una mayor conciencia fiscal, que los ciudadanos dejen de ver al Estado y las administraciones como un maná, y pasen a comprender que no nos dan nada que no nos hayan quitado previamente, sea mediante impuestos, sea con una política económica que nos priva de poder adquisitivo y nos ahoga mediante el peso de una deuda pública creciente e insoportable.

Solamente un partido que se atreva a proponer un proyecto de alcance nacional y de fondo liberal, que asuma la obligación política de gobernar para resolver los problemas que realmente padecen los ciudadanos, sin negarles capacidad de control, de participación y de decisión, podrá rectificar lo que hoy constituye, a mi modo de ver, un error muy grave, la confusión de la política con la mera gestión económica, y la renuncia incondicional a defender las ideas propias, lo que lleva a aceptar los postulados políticos del adversario en temas decisivos como modelo territorial, política educativa y de empleo, impuestos y política social, además de compartir con los enterradores de Montesquieu el propósito de tener bien controlada la peligrosa independencia de la Justicia.

Esto es exactamente lo que ha venido a promover Vox, una agenda política capaz de renovar y el fortalecer la democracia, cohesionando la Nación, mejorando la calidad de las instituciones, estableciendo una administración más eficiente y austera, y garantizando la honradez de los responsables públicos con el fin de impulsar el crecimiento económico en beneficio de todos los ciudadanos.
La izquierda española ha vivido siempre de la presunción moral de que la democracia es patrimonio de su exclusiva propiedad, y, con demasiada frecuencia, la derecha política ha asentido pasivamente a esa pretensión, refugiándose en la excusa de que su misión histórica consiste en restaurar las cuentas públicas para que la izquierda pueda volver a gobernar con holganza y a vaciar a conciencia esas arcas, y los bolsillos de los ciudadanos.
Ese esquema bipartito es una caricatura, pero, en cualquier caso, desde la aparición de Vox nadie podrá volver a incurrir en esa confusión, porque Vox supone la irrupción de una fuerza inequívocamente liberal y democrática en el sector político en el que, hasta ahora, ha solido triunfar el posibilismo más alicorto que ha favorecido una democracia efectivamente muy disminuida.

[*] José Luis González Quirós es filósofo y presidente del comité organizador provisional de Vox
jlgonzalezquiros@gmail.com   

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