sábado, 19 de mayo de 2012

VELOX, EL PERRO LEGIONARIO. CAPÍTULO XVI. DESAFIANDO A LA MUERTE


Caminé y caminé, hundiéndome en los charcos y enredándome en la maleza. En más de una ocasión, mis patas estaban a punto de fallarme y me hubiera desplomado en el lodo de no ser por Nieves quien no se cansaba de animarme, dándome empujones con su noble hocico. No quería que esta perra loba germana me tomara por un debilucho por lo que proseguí mi marcha con la tenacidad de un verdadero legionario hasta que vi detrás de los árboles una solitaria casa con paredes de troncos y techumbre de paja, rodeada por algunos cobertizos y campos labrados.
            Una muchacha con el cabello rubio y alborotado por el viento, salió corriendo a nuestro encuentro y Nieves brincó como una cachorra saltándole al pecho y tratando de lamerle la cara, algo que siempre quise hacerle a mi amigo pero jamás lo hice. Vibio, mi amado Vibio, ¿acaso nunca más volveré a sentir tu cariñosa mano sobre mi nuca, tu rostro hundiéndose en mi pelaje, el calor de tu humanidad? Al pensarlo, sentí que algo invisible me aplastaba con una fuerza descomunal y me derrumbé sobre la hierba.
            No pude recordar nada más y cuando abrí los ojos de nuevo, estaba tendido sobre un montón de paja. El ambiente en mi alrededor era tibio, seco y muy agradable después del frío húmedo de la Gran Ciénaga; también sentía que alguien estaba lamiéndome el hocico. La dulce Nieves pasaba su tibia lengua por todo mi cuerpo, tratando de no descuidar ninguno de los rasguños y magulladuras que había dejado en mi pellejo la lucha descomunal contra el bosque de la muerte.
            Desde que era cachorro, no volví a experimentar aquella maravillosa sensación que le provocan a uno las caricias de una hembra. Era como volver a la niñez, sobre todo, cuando mi nariz olfateó el inconfundible aroma de leche recién ordeñada que provenía de un cuenco que alguien había colocado bajo mis nariz. Como no había probado bocado en varios días, bebí con avidez, como en aquellos días lejanos cuando disputaba con Deimos y Fobos  los pezones de Alecto, nuestra amada madre. La leche que bebía ahora tenía un sabor un tanto diferente, al parecer, era de aquella vaca cuyos mugidos se oían al otro lado de la pared, en el establo contiguo a la casa pero, al igual que la leche materna, pudo infundir algo de fuerza en mi cuerpo maltrecho.
            Al vaciar al cuenco, me sentí un tanto fortalecido; también me percaté de que alguien me había liberado de mi collar con púas y untado con ungüento oloroso el verdugón en la cabeza que me había hecho la empuñadura de la espada germana. Nieves seguía lamiéndome como una madre cariñosa cuando de pronto sentí que alguien me tocaba la nuca tal como solía hacerlo Vibio. Sin embargo, no era la áspera y firme mano de mi amigo sino otra, mucho más ligera, pequeña y suave. Al alzar la mirada, vi a la joven dueña de Nieves, aquella muchacha de ojos como las flores de nomeolvides y rizos rubios, sostenidos sobre la frente con una cinta de colores, muy parecida a aquella que Vibio siempre llevaba consigo... ¡Vibio! ¿Dónde estaba ahora?
            Lancé un aullido alarmante.
            -Tranquilo, tu amigo sigue vivo e incluso se siente un poco mejor -sonó inmediatamente una voz familiar.
            Tadras, el misterioso hombre de los cuervos, se apartó a un lado dejando que yo me acercara a una tosca cama de madera junto a la ventana abierta, donde había más luz y aire fresco. Vibio yacía sobre un jergón de piel relleno de juncos y con un manto doblado bajo la cabeza a manera de almohada. Otro manto lo cubría hasta la cintura así que no podía ver su herida pero, al juzgar por su respiración regular y facciones relejadas, su dolor era más tenue. Lamí su mano que se pendía inerme de la cama pero mi amigo no reaccionó. 
            -No intentes despertarlo, estará así por varios días gracias a mi infusión -aseguró Tadras -.Un poco de menta, un poco de tilo y, por supuesto, una buena dosis de saúco para aliviar el dolor y bajar la fiebre, aquel generoso don de Frau Holle, la Dama del Saúco, diosa que nunca niega su ayuda a aquellos que la honren debidamente.  
            Vi una olla colocada sobre la lumbre del hogar que despedía un agradable aroma a menta y flor de tilo que, sin embargo, no podía vencer del todo el pesado olor a sangre y otros efluvios corporales que flotaba en la habitación. Descubrí su procedencia al ver desparramados en el suelo varios lienzos ensangrentados y una daga pequeña pero muy afilada. Sin duda, se trataba de la sangre de Vibio así que solté un gruñido sordo y dirigí a Tadras una mirada inquisitiva.
            -Tuve que hacerlo pues la herida de tu amigo supuraba pus y olía a putrefacto -explicó Tardas mientras se lavaba las manos y las secaba con un paño limpio -.Tuve que abrirle la herida y limpiarla bien al fondo para dar salida a toda la sangre envenenada. Si no lo hubiera hecho, el pobre de tu amigo moriría de fiebre hoy mismo. Al parecer, los dioses lo aman pues aunque recibió un buen tajo en el vientre, el atacante no retorció el filo dentro de la herida por lo que le cortó sólo los músculos, sin lesionar los intestinos.
            Al oír aquellas palabras, moví la cola golpeándola con fuerza contra el suelo.
            -Veo que tienes buen corazón y amas mucho a este joven pero no quiero esperanzarte antes del tiempo. Si la fiebre regresa, tendré que limpiar la herida una y otra vez, para hacer salir los humores malignos de las entrañas de tu amigo. Sé que los romanos creen en Atropos, una diosa cruel que corta las vidas humanas a diestra y siniestra y no se apiada de nadie. Por el momento, la hice guardar sus tijeras pero aun ronda alrededor de tu amigo así que debemos estar alertas para espantarla.
            En respuesta, oí un graznido familiar. Sentados sobre los postigos abiertos de la ventana, Hugin y Munin mostraron su disposición de ayudar a su amo en la difícil tarea de desafía a la más temible de las Parcas.
            Mientras tanto, la muchacha de cuya ausencia no me había percatado, volvió a entrar con un balde de agua y comenzó a limpiar el siniestro desorden sin menor sombra de temor ni repugnancia. Nieves se ajetreaba alrededor de su joven dueña como si tratara de ayudarle, lanzándome de vez en cuando unas miradas furtivas cuyo significado no pude descifrar.
            Cuando todo estaba limpio y ordenado,  la muchacha se lavó las manos, tomó un cazo de madera, lo sumergió en la olla y lo ofreció a Tadras.
            -Veleda, hija, ¿acaso quieres aturdirme con mi propia poción por varios días, al igual que al romano? -Tadras esbozó una sonrisa que transformó por completo su severo semblante.
            -Papá, sólo quiero que descanses un poco y estas hierbas te ayudarán a conciliar el sueño. No has pegado el ojo desde hace varios días por andar tras este romano. ¿Y qué será de él si tú mismo caes enfermo del cansancio?  -contestó la joven; su voz me hacía recordar el cano de las alondras en el cielo primaveral.
            -Siempre eres tú la que dice la última palabra -al beber unos sorbos del humeante líquido, Tadras volvió a sonreír -.Cuando te cases, me imagino cómo sufrirá el pobre de tu marido.
            La joven se ruborizó y se mordió los labios.
            -Vete a descansar, papá, y no te preocupes por el herido. Lo velaré, te lo prometo -con estas palabras la muchacha se sentó junto a Vibio y le tocó la frente limpiando el sudor. Al inclinarse sobre mi amigo, los cabellos de la germana se desparramaron como una cascada de oro.
            -Veleda, promete que me despertarás si notas algún cambio en su estado -dijo Tadras y, al alzar una rápida mirada sobre su hija, añadió con un leve suspiro -.Sólo espero que no termines con el corazón roto por culpa de este romano.
            -¿De qué estás hablando, papá? -la joven se volteó bruscamente y sus ojos centellearon desafiantes -¿Qué mal me puede hacer un hombre tan malherido?
            -Sólo pienso lo mucho que podrás sufrir si el romano no sobrevive y aun más si se recupera y decide dejarnos...
            -¿Por qué dices esto? -exclamó la muchacha.
            -Hija, tú no conoces a los romanos tan bien como yo y ni te imaginas lo distintos que son de nosotros. Ante tus ojos, este joven es un héroe que ha salvado tu honor pero esto no estoy seguro de que haya pensado en ti todo el verano como tú en él.   
            -Entonces, ¿por qué aun está llevando mi cinta? -replicó la muchacha.
            -Ay, Veleda, no puedo creer que después de rechazar a tantos pretendientes de las mejores familias queruscas te dejaste prendar por este romano. ¿Acaso te parece atractivo? Moreno, delgado, apenas más alto que tú...
            -Veo que estás tan cansado que ni siquiera sabes lo que dices. ¡vete a descansar ahora mismo! -estalló la muchacha. Alzó el cazo ya vacío y lo blandió como si fuera un arma con que pretendía atacar a su progenitor quien, con el temor fingido, se apresuró a retirarse al amparo de una cortina de hirsuta piel de lobo.
            Miré con curiosidad en mi alrededor. A primera vista, la casa de Tadras no se diferenciaba mucho del resto de viviendas germanas pues tenía el mismo hogar  de piedras planas ennegrecidas por el hollín, pieles de lobo y ciervo en las paredes y el suelo, jamones ahumados de cerdo y venado colgados de las vigas del techo, toscas cazuelas y ollas de barro, un molino de mano y un telar del cual se colgaba un trozo de tela a medio terminar. Sin embargo, no vi escudos, espadas ni hachas de guerra colgados en las paredes en tantas otras casas germanas ni, mucho menos, cabezas enemigas expuestas como trofeos, aquel orgullo especial de cualquier guerrero bárbaro. Los arcos, flechas y dos lanzas con puntas cuidadosamente afiladas que vi amontonados en un rincón eran, sin duda, armas de cazador y no de guerrero, numerosos manojos y guirnaldas de hierbas y raíces secas exhalaban un sinfín de olores desconocidos pero agradables pero aun me me sorprendieron unos estantes de madera que, además de tradicionales amuletos germanos de ámbar en forma de osos, alces y aves, albergaban una estatuilla de de Esculapio con una serpiente enroscada alrededor de su cetro, otra de Secuana, la diosa sanadora de los galos, y también una multitud de figurillas egipcias con cabezas de perro, gato, halcón y otros animales que no pude identificar.  Junto a aquel Olimpo extraño vi varios rollos, cuidadosamente guardados en fundas de cuero.
            Sin duda, era un hogar tan extraño como sus habitantes. Tadras, el hombre de los cuervos, y su hija Veleda  no pertenecían a ninguna de las categorías en que hasta ahora se dividían para mí todos los seres humanos, tanto los romanos como los bárbaros porque su comportamiento iba en contra de todas las leyes que regían el mundo que conocí hasta aquel momento.
            Miré otra vez a Veleda, sentada junto al lecho de mi amigo. Vibio, quien hasta el momento parecía inconsciente, de pronto abrió los ojos que se veían enormes en su rostro sumido y aun más negros en contraste con la cérea palidez de sus mejillas hundidas, posó su mirada errante en el rostro de la germana y, sin emitir sonido alguno, se aferró de su mano con una fuerza descomunal. Veleda no intentó liberarse incluso después de que el herido volvió a sumergirse en su sueño febril e inquieto sino permaneció a su lado, inmóvil y silenciosa. Vi que unas lágrimas caían por las mejillas de la muchacha y que sus ojos, aquellas flores azules de nomeolvides, contemplaban el rostro de Vibio no sólo con compasión sino también con otro sentimiento extraño.
            Nieves, acurrucada en el suelo junto a mí, lanzó un gañido lastimoso como si compadeciera de su ama y también de mi amigo. La miré comprensivo porque experimentaba exactamente lo mismo.
            ...Durante las semanas siguientes, en todos estos días lluviosos y largas noches oscuras del otoño germano, luchamos desesperadamente tratando de arrancar al pobre Vibio de las garras de la muerte. Su herida seguía excretando un líquido sanguinolento y maloliente por lo que Tadras prefería mantenerla abierta para que el mal pudiera salir del cuerpo y no se acumulara dentro. Los nuevos cortes con la afilada daga al rojo vivo y frecuentes lavados de herida debilitaban a mi amigo aun más y los súbitos excesos de fiebre lo ponían al borde de la muerte. Mil veces creíamos perderlo y volvíamos a recuperarlo porque el joven cuerpo se resistía a morir y seguía luchando incluso cuando todo parecía perdido.
            A veces yo sentía casi físicamente la presencia de una fuerza maligna, tal vez de Atropos con sus fatídicas tijeras o del mismo Tanates, el señor de la muerte, rozando el rostro de mi amigo y prorrumpía en aullidos desesperados, alertando a Tadras que de una vez acudía en ayuda. Veleda me tendió una esterilla junto a la cama de Vibio para que yo pudiera permanecer siempre a su lado  y me traía agua y comida allí mismo pero en mi estado apenas podía tomar uno que otro bocado. Todas mis fuerzas, toda mi voluntad y todos mis deseos estaban orientados en un único propósito: ayudar a mi amigo a superar aquel mal que anidaba en su herida impidiéndole volver a la vida.
            A veces, cuando ya no me quedaban fuerzas, me dejaba vencer por el sueño. Al comienzo, temía que Atropos o Tanates pudieran aprovecharse de aquellos instantes llevándose el alma de mi amigo pero Nieves se ponía en guardia en mi lugar y alertaba a Tadras cada vez que sentía a Vibio desvanecer ante un nuevo ataque de la muerte. Hugin y Munin también parecían intuir el peligro y trataban de espantar a los espíritus malignos a su propia manera, graznando y batiendo sus alas.
            Tadras cuidaba de mi amigo  día y noche, lo que que no le impedía ocuparse de sus otros pacientes. Aunque su caserío se ubicaba en la parte más apartada del bosque, la gente acudía a sus puertas con sus dolencias. Todos eran bien recibidos y le pagaban al sanador a medida de sus modestas posibilidades, con un saco de harina, un par de gallinas o con una jarra de miel, cerveza o leche agria. Los que no podían darle nada, eran atendidos completamente gratis pues Tadras no negaba ayuda a nadie. Era un hombre que no pedía mucho a la vida ni a sus prójimos y, al parecer, lo que más le gustaba era aliviar el dolor de los demás.
            Al caer la noche, a las puertas del caserío acudía otra clase de pacientes: un lobo con la pata destrozada por una trampa, una lechuza con una astilla clavada en su ala o una joven hembra de alce con un ternero atravesado en el útero. Estos visitantes no podían pagarle a Tadras más que con un cariñoso lamido o con una mirada llena de gratitud pero los atendía con el mismo esmero que a sus pacientes humanos.
            Veleda se encargaba de todos los quehaceres de hogar, de los animales domésticos, de la pequeña huerta y, cuando su padre salía a otros caseríos a visitar a algún enfermo grave o hacía sus recorridos por el bosque en compañía de sus fieles Hugin y Munin, lo sustituía en la cabecera de Vibio. A pesar de su juventud, era casi tan hábil en el arte de preparar las infusiones medicinales y cambiar vendajes como el mismo Tadras y, aunque no poseía el don de hablar con los animales, los amaba de todo corazón. Aparentemente, no se diferenciaban de la mayoría de otras jovencitas germanas, igual de altas, rubias y bien parecidas, aquellas flores silvestres del bosque boreal fortalecidas por los gélidos inviernos y lluviosos veranos. Sin embargo, había en ella algo especial, tal vez, aquellos ojos azules en cuyo fondo la desbordante inocencia infantil se mezclaba con la alegre curiosidad por la vida y una oculta feminidad apasionada y tierna o el cálido tono de su voz con que suplicaba a los ancestrales dioses de su pueblo a apiadarse de Vibio, devolviéndole la salud.
            Mi amigo tardó más de un mes para vencer a los demonios de la muerte y aún más para reponerse por completo de su herida. Se levantó de su lecho sólo cuando el crudo invierno germano había triunfado definitivamente sobre la lluvia y el barro del otoño y, apoyándose en el brazo de Veleda, se detuvo frente a la puerta abierta. Observó fascinado el bosque más allá de los límites del caserío, completamente transformado por la nieve recién caída y el diáfano cielo traslucía libremente a través de las ramas cubiertas de escarcha reluciente con todos los colores de arco iris bajo el sol invernal. Nieves y yo nos sentamos junto a sus pies; igual de fascinado que mi amigo humano, observé aquel paisaje insólito, lleno de un sentido nuevo, y todo nuestro futuro me parecía en aquel momento tan blanco y virginal como aquella nieve que parecía cubrir el mundo entero. 
            Tadras quien acababa de emerger del bosque precedido con Hugin y Munin, con un arco en la espalda y con dos urogallos colgados de su cinturón, nos regaló a todos una sonrisa igual de luminosa que  el sol invernal pero no dijo una sola palabra.

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