domingo, 8 de mayo de 2011

RELATOS DE TERROR

                      CERBERO
 Honorato y Sandra habían perdido a sus padres en la niñez y desde entonces habían cohabitado con su tío Erasmo, un anciano que haría lo posible con tal que sus sobrinos crecieran con normalidad. De su cuenta corrió que se instruyeran y se las arregló para auxiliarlos en todo lo que fuera necesario. Intentó durante años ser un auténtico padre sustituto, y hasta llegó a considerar la idea de casarse otra vez para que los pequeños gozaran de una madrastra. Pero continuó soltero y nunca creyó que sus esfuerzos encaminados a que Honorato y Sandra crecieran sanamente fracasarían.

Honorato era un muchacho taciturno; parecía que la lectura era su actividad favorita y la idea de la amistad le resultaba chocante; nada lo atraía más que la casa donde vivía, la antigua y oscura casa con pisos de duela y amplio jardín, donde solía pasar horas entregado a la reflexión. Por su parte, Sandra era una chica hermosa y extrovertida, con muchos deseos de vivir; amaba a su tío y destacaba en los estudios. Se llevaba bien con su hermano, respetaba su modo de ser.

Hubo armonía en la familia hasta que Sandra dejó atrás la adolescencia y el tío Erasmo enfermó. La primera se dedicó a jugar con los sentimientos de un hombre y el segundo cobró la atroz recompensa que, según se dice, otorga el tabaco en exceso. El cáncer pulmonar no tardaría en matarlo. Sandra y Honorato escucharon la noticia; ella se echó a llorar amargamente, pero él no dijo una sola palabra ni expresó nada con el semblante. Se marchó al jardín y se dedicó a pensar.

Sandra se encargaría de cuidar a su tío y de darle por su lado a Tomás, un pretendiente necio que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de tener a su pretendida. Ambos se conocieron en la escuela, donde Sandra se había hecho fama de “difícil”. Con todo, se había mostrado abierta respecto de Tomás y lo había invitado a esforzarse para que, a la larga, fuera aceptado como novio. Tomás comenzó a presentarse en la casa de ordinario, aparentemente para acompañar a Sandra en aquellos duros momentos, pues la vida de Erasmo se agotaba y los medicamentos y cuidados parecían ser ineficaces para acabar con el mal. En realidad, Tomás añoraba que el anciano muriera de una vez, para así tener el campo libre rumbo a la seducción de Sandra.

Honorato aprendió a odiar tanto a Tomás como a Erasmo. Él era mayor que Sandra, de ahí que hubiera dejado la niñez antes que ella. Era un chico hermético que sólo a sí mismo se rendía cuentas. Los pensamientos a que se entregaba cuando vagaba en el jardín eran peculiares, distintos de los que suele tener un jovenzuelo que aún no sabe que tarde o temprano la vida debe ser tomada en serio. La verdad era que secretamente deseaba a su hermana. En el modo en que la veía se apreciaba su anhelo de poseerla. No le importaba el hecho de que fuera de su misma sangre. Lo único que consideraba era que se trataba de una mujer que estaba a la mano. Creía que ambos gozarían del cobijo dado por la casa para internarse en una relación prolongada, que hiciera remitir el germen de algo peligroso que iba creciendo en su mente.

Una tarde, mientras Sandra y Tomás cuidaban de Erasmo, Honorato salió de la casa. Ya no se sentía a gusto en ella gracias al visitante, a que el enfermo no cesaba de toser y a que Sandra no lo tomaba en cuenta. Para atemperar su molestia se echó a andar sin rumbo fijo. Tenía la esperanza de que el aire fresco del otoño lo obligara a pensar en cosas diversas de las que lo hostigaban de ordinario.

El barrio en que vivía era tranquilo, pero ello no significaba que nunca pasara nada en él; lo que se decía por aquí y por allá era que las cosas extrañas ocurrían siempre detrás de las paredes, en el territorio de la intimidad. Había una suerte de leyenda que gozaba de particular fama. Doña Concepción se ostentaba como partera, aun cuando la voz popular la reputara bruja. Habitaba una casucha construida con pedazos de madera y lámina, donde, rodeada de perros callejeros y alumbrada por las noches gracias a un viejo quinqué del que partía una parca luz, se entregaba a actividades sobre las que sólo se podía especular. Más de un vecino asumía que los poderes de doña Concepción la habían facultado para hablar con animales, pues, si uno se atrevía a acercarse mucho a la vivienda de ella, era posible escucharla murmurar a saber qué, así como reír y hacer promesas que en apariencia estaban fuera de lugar.

Honorato recordó aquellas consejas cuando se aproximaba a la pocilga de la mujer en cuestión. Evocó las noches en que, para entretenerlos, Erasmo les contaba a él y a Sandra lo que se decía en el barrio a propósito de la extraña anciana de los perros. Antes de pasar de largo la casucha, Honorato advirtió el silencio que lo rodeaba y se inquietó en contra de su voluntad. La noche estaba por cernirse sobre él y la calle no contaba con más caminantes; más aún, del interior de la guarida de doña Concepción partía un resplandor curioso. Honorato no tuvo tiempo de notar que sus intenciones para con su hermana habían desaparecido. Por lo demás, tardó en decidir cambiar de acera; justo cuando pasaba de largo la casucha, oyó un ruido que lo inmovilizó e hizo que su corazón diera un vuelco. Miró hacia la izquierda. Una especie de cortina de baño, que hacía las veces de puerta, se abrió de súbito para dejar salir a una vieja octogenaria, cubierta de harapos, con los dientes negruzcos y una canasta bajo el brazo. Honorato tuvo la impresión de que la mujer lo había visto venir y había salido para abordarlo. Su corazón empezó a palpitar a marchas forzadas.

-¡Buenas!-exclamó la anciana.

Honorato tragó saliva. Estaba impresionado y horrorizado a la vez. Doña Concepción producía miedo, sólo miedo. Y la expresión de sus ojos… Honorato intentó balbucear algo cuando vio que la anciana le extendía la canasta.

-¡Toma, hijo! Lo necesitarás.

Honorato recibió el obsequio con manos trémulas. Lo que contuviera la canasta se hallaba envuelto por una sábana percudida.

-¿Qué…? -articuló.
-¡Lo necesitarás! -repitió la anciana, claramente contenta.

Un Chihuahua cojo, sucio y percudido salió del interior de la vivienda y, gimiendo espantosamente, comenzó a restregarse contra una pantorrilla de su anciana cuidadora, quien se inclinó apenas para recogerlo con una mano y cubrirlo de besos repulsivos. Entretanto, Honorato tuvo el valor suficiente como para descubrir lo que contenía la canasta. Vio un cachorro negro que aún no podía abrir los ojos y que emitía chillidos apenas audibles.

-¡Recuérdalo mientras aún sea de ese tamaño! -recomendó la vieja, y acto seguido empezó a reír.

Honorato pensó que le convenía devolver el presente y marcharse en el acto, de preferencia corriendo, y asilarse en el jardín de la casa para olvidar aquella experiencia y pensar en otras que deseaba tener. Sin embargo, la anciana pareció adivinar sus pensamientos.

-¡Ah, vamos! Debes quedártelo. Te servirá muchísimo. Yo lo sé. Pienso regalártelo, pero, si tienes una monedita, te la agradecería. Mis hijitos necesitan leche.

Extendió una palma pequeña y arrugada, donde figuraban frases escritas en una lengua incomprensible para Honorato. Éste contempló con horror la mano, y ese horror se incrementó cuando devolvió la vista al rostro de la anciana. Buscó una moneda en un bolsillo y sacó una de baja denominación, que doña Concepción tomó ávidamente antes de volver sobre sus pasos. Honorato alcanzó a advertir que el Chihuahua había cerrado los ojos y se había puesto flácido.

Con la canasta bajo el brazo, Honorato regresó a la casa y se encerró en su habitación, gustoso de no haberse topado con Sandra. El cachorro era muy bonito. Sin lugar a dudas, era de una raza de perros que crecen sin proporción. Imaginó que en cuestión de meses contaría con un compañero en el jardín, con quien acaso podría compartir sus tribulaciones. Alimentó a la criatura con leche, que le dio con un biberón que halló por casualidad en la cocina. Cuando el pequeño perro se durmió, Honorato se puso a pensar en el nombre que le pondría.

Sandra se enteró del nuevo habitante de la casa porque lo oyó chillar al día siguiente de que Honorato lo recibiera. Entró en el cuarto de su hermano y lo encontró acunando al cachorro y alimentándolo como si se tratara de un bebé.

-¿Y eso? -preguntó mientras se acercaba.
-Es un cachorro -dijo Honorato, feliz de que el amor de su vida se aproximara tanto a él.
-¿De dónde lo sacaste?
-Lo compré en la calle.
Sandra cruzó los brazos y fulminó a Honorato con la mirada.
-¿En la calle? -dijo extrañada-. ¿Y sabes, por lo menos, si está vacunado?
-No tengo idea.
-Pues sugiero que lo lleves con un veterinario. Sabes que tío Erasmo está enfermo. No quisiera que se pusiera peor, ni que tú te enfermaras también.

No dijo nada más. Giró sobre los talones y se marchó con paso decidido. Honorato quiso creer que se encaminaría a cuidar a Erasmo, pero al rato se enteró de que había estado esperando a Tomás, con quien pasaría horas en la sala, charlando en el mismo mueble.

Los celos se apoderaron de Honorato, pero no al grado de hacerlo olvidar a Cerbero, pues tal fue el nombre que escogió para el cachorro. Llegaría a quererlo casi más que a sí mismo. Lo procuraría con una diligencia similar a la que Erasmo había invertido en educarlo. No lo llevó al veterinario porque estaba seguro de que no tenía necesidad de ser vacunado. Era un perro especial. Doña Concepción se lo había dado. En cuanto a las palabras que ella le había dicho en aquel momento, Honorato las recordaba de continuo, queriendo hallarles un sentido razonable. Meses después entendería cuán literalmente había hablado aquella mujer.

Cerbero alcanzó una talla impresionante. Era un gran danés que no acusaba la menor señal de provenir de la calle. Su prestancia era enorme. Era un perrazo lleno de elegancia y que inspiraba temor si se acercaba mucho a alguien que no fuera Honorato. Porque, mientras Sandra departía con Tomás o fingía preocupación respecto de Erasmo, quien se aproximaba cada vez más a la tumba, él compartía las cuitas de su amo y procuraba hacerlas suyas. La de ellos era una relación especial, que iba más allá del mero deseo de matar el tiempo. Entablaron una comunicación que sólo en un principio aterró a Honorato. Nunca olvidaría cuando notó la facilidad con que podía hablar con Cerbero y recibir respuestas de él. ¿Quién oiría al perro? Nadie, porque no se trataba de una voz, sino de algo inexplicable.

Sandra no quería a Cerbero. Le tenía horror. Nunca creyó que en su propia casa viviría un perro de semejante tamaño. Lo veía con recelo desde una ventana y, en cuanto él elevaba la enorme cabeza para mirarla a su vez, se alejaba de aquel punto a toda prisa y tomaba asiento en la cama para tranquilizarse. La idea de hablar con Honorato para recomendarle que se deshiciera del animal se instaló en su mente y tardó días en convertirse en acto. Una noche, luego de que Tomás se fuera y Erasmo se quedara dormido a causa de un fuerte medicamento, Sandra se entrevistó con Honorato en la cocina. Él degustaba una cena frugal mientras cavilaba sobre lo que había tratado con Cerbero en el transcurso del día. Sandra se sirvió un té y tomó asiento ante su hermano. Iba a abrir la boca para desarrollar el tema cuando Honorato dijo:

-Cerbero se quedará para siempre.
A Sandra no le gustaba que alguien le hablara terminantemente. Ello hería su orgullo.
-No estoy de acuerdo -dijo.
Honorato, mirándola con lascivia, encogió los hombros.
-¡Ah! -hizo ella-. ¿No te importa?
Su interlocutor negó con la cabeza. Sandra enfureció.
-¡Pues me haré cargo por mi cuenta! ¡No creas que no sé que nunca lo llevaste al veterinario!
-No hace falta el veterinario.
-¿Cómo lo sabes?
-Yo lo sé.

El tono en que Honorato respondió inquietó a Sandra. Fue entonces cuando advirtió que su hermano había cambiado. Continuaba tan introvertido y serio como siempre, pero ya no era el mismo de antes. Había algo extraño en su semblante, en sus ojos. Cerbero lanzó un espantoso aullido. Sandra supo que de nada le serviría prolongar la discusión. Se marchó rumbo a su habitación, donde se encerró con llave y, para calmarse, llamó por teléfono a Tomás. Honorato volvió al jardín para admirar el plenilunio junto con Cerbero.

La hora de Erasmo llegó. Expiró una mañana, según lo confirmó el médico que a solicitud de Sandra llegó para atenderlo. Ella se puso a llorar desconsoladamente en el hombro de Tomás, cuya presencia en la casa se había vuelto continua. El médico cubrió la cabeza del muerto y se ocupó en redactar un acta de defunción. Honorato vio el cadáver sin inmutarse, y acto seguido, más celoso que nunca ante la imagen de Sandra y Tomás abrazados, salió al jardín a charlar con Cerbero.

La falta de Erasmo fue indiferente para Honorato, pero a Tomás le sirvió para recuperar el tiempo que había perdido durante la agonía del viejo. Aprovechó el dolor de Sandra para seducirla y hacerla suya. Ella había denotado dolor no tanto porque lo sintiera, sino por creer que le correspondía hacerlo en atención a los cuidados que el muerto le había dado largamente. Sin embargo, a sus dieciocho años no había experimentado aún los placeres de la carne, y Tomás estaba más que dispuesto a iniciarla en ellos. Se le entregó con la desfachatez propia de una ramera, sin respetar el luto que se había propuesto guardarle a su extinto tío. Fornicaron por primera vez en la sala, sin importarles que Honorato y su inseparable perro estuvieran cerca. Los gemidos de la desflorada llegaron fatalmente al jardín. Ebrio de horror, Honorato se acercó en silencio a la sala y espió a los amantes. Estuvo cerca de padecer un colapso nervioso. Incapaz de interrumpir a la pareja, volvió sobre sus pasos y fue consolado por Cerbero, tal como un amigo consuela a otro.

A instancias de Cerbero, Honorato se dispuso a olvidar a Sandra. Se le había hecho creer que en cualquier mujer encontraría lo que su hermana ya le había dado a Tomás. Una noche, a solas, se internó por una calle donde pronto se topó con una prostituta. Se asilaron en un hotel de mala muerte, entre los muros de una habitación carente de mantenimiento. Las risas que lanzó la ramera agudizaron la rabia del cliente. Ella trató de convencerlo de que aquellas cosas ocurrían en ocasiones, e incluso lo invitó a pasar la noche con ella, con la esperanza de que tarde o temprano pudieran hacer el amor. Pero Honorato no permanecería un instante más ahí. La puta lo había tenido abrazado. Él se desasió con fuerza del abrazo y, quizá con el ánimo de desahogarse, desmayó a la mujer a fuerza de puñetazos.

Volvió a la casa. Promediaba la madrugada. En la habitación de Sandra había luz. Cautamente se aproximó a la puerta y se asomó por el ojo de la cerradura. Recordó a Cerbero al ver la postura en que su hermana y Tomás se satisfacían. Envidió a Tomás; hubiera dado cualquier cosa con tal no sólo de estar en su lugar, sino de poder consumar lo que él consumaba gozosamente en cualquier parte, con cualquier mujer. Buscó consuelo en la bebida y en Cerbero. Se terminó una botella de whisky en el jardín, en compañía de su amigo del alma, a quien le narró lo sucedido sin vergüenza. Cerbero correspondió a la confianza recibida con simpatía y terribles consejos.

Llegaron a un acuerdo. En el camino que llevaría a Honorato hacia Sandra había un obstáculo que debía ser eliminado. Ya era hora de que Tomás fuera excluido de la vida de aquella familia. Su constante presencia podía significar que Sandra se marchara pronto con él. Honorato no temía quedarse sin ella, pero no estaba dispuesto a que le perteneciera a otro. Cerbero entraría en acción de manera formidable; su amo lo dejó salir de la casa sin que Sandra y compañía lo advirtieran y lo vio ocultarse tras unos arbustos. Poco antes de medianoche, Tomás se despidió de su amada y, silbando, echó a andar rumbo a la esquina. Cerbero interrumpió su trayectoria; lo tumbó y en menos de dos minutos lo mató a dentelladas. Los gritos de la víctima despertaron a un vecino, quien al asomarse por la ventana sólo pudo ver un cuerpo bañado en sangre. Las autoridades correspondientes se presentaron y, cuando se dictaminó que un perro se había encargado del occiso, ningún vecino dudó que hubiera sido alguna de las bestias que doña Concepción cuidaba amorosamente.

Sandra se enteró de la identidad del muerto y sufrió un colapso nervioso. Se desmayó antes de gritar a los cuatro vientos que ella sabía quién había matado a Tomás. En ningún momento dudó que Honorato hubiera instruido a su perro para que cometiera el atentado. Aquél se encargaría de cuidar a su hermana. La mantendría encerrada en su habitación, al amparo de cuerdas y sedantes. Se solazaría con su cuerpo muchas veces, de un modo que la víctima no había conocido jamás. Honorato no iría más allá, pero no lo lamentaría. En ocasiones invitaba a Cerbero a participar del lance, y era entonces cuando Sandra, amordazada, intentaba gritar con mayor vehemencia, en demanda de ayuda, de salvación de aquel par de enfermos inhumanos.

Doña Concepción pagaría por los crímenes de otros. Los vecinos se aliaron con las autoridades para que la vieja fuera internada en un manicomio y para que los doce perros que vivían con ella fueran sacrificados en perreras estatales. A pesar de que nadie se tragó que alguno de aquellos esmirriados animales hubiera sido capaz de matar a un hombre, nadie intentó impedir que la anciana y sus secuaces desaparecieran del barrio. Honorato vio de lejos cómo era desmantelada la casucha de doña Concepción, y cómo ella y los perros eran sometidos por las autoridades. La mujer, debatiéndose inútilmente entre dos enfermeros, atinó a ver a Honorato.

-¡Desgraciado! –gritó-. ¡Yo te ayudé y así me pagas! ¡Ahora verás! ¡Ahora verás!

La sedaron para callarla. Honorato no se tomó en serio lo que oyó.
Sandra se acostumbró a pensar que el Infierno tenía que ser menos atroz que la vida que su hermano y Cerbero la hacían pasar. La tenían prisionera. Sus alimentos eran un insulto a la dignidad y las cosas que la obligaban a hacer no podían caber en mentes normales. Su belleza se minaba por culpa del tratamiento que sus carceleros le infligían. Eran astutos y tenían confianza en que, sin importar cuánto lo intentara, su rehén no lograría huir jamás. Cuando, por cualquier circunstancia, Honorato salía, Cerbero se encargaba de sofocar los intentos de escape de la prisionera. Más de una vez la privó de cruzar la puerta principal y en su oportunidad la noqueó en el jardín, cuando ella pretendía escalar la barda para verse libre.

Honorato oyó una noche un plan concebido por Cerbero. En un principio no le agradó, pero a la larga lo consideró justo. Ellos eran amigos, casi hermanos, de ahí que su vida debiera estar regida no sólo por la confianza, sino también por la reciprocidad. Honorato puso a su hermana en posición y la dejó a solas con Cerbero. Se embriagó mientras Sandra emitía gemidos espantosos y el perro gruñía estremecedoramente. Sólo por un instante envidió a su amigo. La borrachera lo puso a dormir antes de que decidiera espiar a la rara pareja.

Sandra sobrevivió a la vejación, pero perdió el juicio. Ya no resultaba atractiva. Su belleza se había transformado en un recuerdo. Honorato la evocaba como fuera hacía años, cuando Erasmo aún vivía y él ni siquiera imaginaba que jamás podría hacer con ella lo que Tomás y otro habían conseguido sin dificultad. Perdió el afán de hacerla suya a su modo y decidió dejarla encerrada hasta que muriera.

Cerbero agradeció lo que su amigo le había permitido y siguió siéndole fiel hasta el final. El tiempo pasó y dio a entender que, a pesar de su naturaleza, el perro no era inmortal. Enfermó y agonizó. Honorato lo llevó entonces con un veterinario, quien rápidamente dictaminó que el paciente estaba desahuciado. Murió y fue enterrado en el jardín. Su amo lloró a lágrima viva durante horas y luego quiso ahogar la pena en vino. Sólo consiguió intoxicarse y acabar dormido sobre la tumba.

Sandra murió a causa del hambre y del legado que Cerbero le ofreciera. Honorato palideció y tragó saliva al inferir el significado de ciertos ruidos pavorosos, venidos del interior del cuarto de su hermana loca. Oyó entonces chillidos que casi le paralizaron el corazón, porque no eran exactamente iguales a los que Cerbero soliera emitir antes de crecer y crecer. Acopió valor, abrió la puerta con lentitud. Los rechinamientos de los goznes se combinaron con los ruidos que partían del interior. Una pestilencia atroz lo obligó a cubrirse la nariz antes de dirigir la vista hacia la cama. Vio lo que había matado a Sandra e intentó gritar, pero el horror lo había enmudecido.

Cerró la puerta y escapó a su habitación, donde languideció durante algunos días, al amor de la bebida y de un solo recuerdo, una memoria funesta, lo que había visto. ¿Cómo había sido posible? Los chillidos no cesarían. De vez en cuando perturbarían el silencio sepulcral de la casa, que Honorato extrañó por última vez una noche, cuando aquella puerta se hizo añicos a causa de la criatura. La duela empezó a crujir. La puerta del cuarto de Honorato estaba abierta y más allá sólo había oscuridad.

Sentado en un sillón, con la razón casi extinguida y el corazón trepidante, Honorato oyó los pasos, los inconfundibles ruidos secos que causan pies descalzos en la duela, y oyó también gruñidos.

Los pasos se acercaban.

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